Capítulo 5: El balido de un ciervo agonizando

Minúsculas y tan grandes eran aquellas palabras que se habían pronunciado en esos labios, un detalle sin pies ni cabeza; pero que, al calor del momento, podrían tener algún sentido dentro de todo lo que había dejado de tenerlo. Selene sintió pronto la presencia de Emilia a sus espaldas, un aroma cálido y dulce, como el de la canela recién cortada; giró su cuerpo, miró sus manos y luego a Emilia.

            —¿Me explicarás… lo que acabas de decir? —preguntó Emilia con un tono suave.

            —El mundo tiene formas muy curiosas de reacomodar las cosas, incluso al hacerlo puede ya no dejarlas como antes, como cuando rompes un jarrón de cerámica e intentas pegar todas sus partes… nunca será el que solía ser. Eso le pasó a Xico, se rompió y toda su gente tiene una gran deuda que ni en mil vidas podrá pagar.

            —Selene —interrumpió Emilia y mordió su labio inferior—, solo, dímelo, no lo embellezcas con metáforas y palabras bonitas… solo dime qué pasó.

            —¡Intento, Emilia, eso intento!… —levantó con una voz ajetreada—. <<Chiele, nola tem pere, ansulumtu entrei cuajal inte sulu malun malun>>. Del sol una semilla, que florece como una montaña, pronto brotará. Oh de día, oh, de noche. Dejarla florecer, dejarla prosperar.

            —La canción, la que sueles cantar, ¿es lo que significa? ¿Qué se supone que quiere decir?

            —Que ese pequeño y pintoresco pueblito tomó algo, algo muy importante, el tiempo mismo; y cuando el mundo lo quiso de vuelta, lo hizo tan rápido que el cielo se descompuso y la tierra comenzó a temblar. Desde entonces Xico vive en un eterno bucle, todos los que nacen en Xico envejecen demasiado lento, y quienes salen, demasiado rápido.

            —¿Por una maldición?

            —Sí así quieres llamarlo. Yo tampoco puedo salir de Xico, bueno, nunca lo he intentado, pero supongo es igual… un día yo solo aparecí tal y como me ves, y no he envejecido ni uno solo. He visto a esa gente tener hijos por generaciones, y de alguna manera que no entiendo, por dentro son las mismas personas de siempre; con el tiempo comienzan a recordar, como yo lo hice, por eso me odian tanto, creen que soy la culpable de todo.

            —¿Lo eres?

            Selene permaneció en silencio, se notaba que quería responder, pero en cuanto desvío la mirada, ambas comprendieron que no habría respuesta para aquella pregunta.

            —Lo siento, no debía expresarme así, es obvio que esa gente cuenta con más de un tornillo suelto, ¿verdad? —Emilia, apenada, cerró los ojos y comenzó a caminar por toda la choza, su cabeza intentaba entrelazar todos los cabos sueltos, pero entre más se acercaba, más perdía la razón—, mi abuelo, ¡el nació aquí! Él envejeció como cualquier persona, eso…

            —Cuando te dije que te conocía antes es por que… lo hice, en aquella época; tú eras diferente, te veías diferente… ella… me ayudó, me cuidó, me amó… y yo le regalé la absolución, a ella y a toda su descendencia.

            —A mi abuelo, mi papá… a mí… ¿a mí?

            —Te dije que el mundo es muy curioso, por eso sé que eres ella, porque eres la única mujer en varias generaciones de primogénitos, eso y porque… tienes la misma mirada, los mismos ojos, cafés y tristes como un ciervo.

            Emilia se tocó el rostro, buscaba recordarse así misma frente a un espejo, y se veía allí, y se veía allí en sus recuerdos: tan simple y corriente que le costaba pensar que era parte de algo más grande.

            —Un ciervo, magnífico —rio nerviosa y continúo—, si todo lo que me dices es cierto… ¿algo tuvo que ver con lo de mi papá?

            —Bueno, no lo sé del todo, pero supongo que, al acercarse el principio del fin, tu padre… lo presintió, lo vio…

            —Como en mis pesadillas, como con Efraín.

            —Pero él no supo controlarlo como tú lo hiciste.

            —Yo escribí la historia de Efraín porque tuve sueños, horribles, pesadillas que no podía sacarme de la cabeza; solo escribiéndolo en papel pude expulsarlas de mi mente, no del todo, pero me trajo paz por un tiempo. Ahora que lo pienso, quizá no eran solo pesadillas, sino recuerdos, porque te juro que los sentí tan reales… Selene, tuve que pedir ayuda profesional, yo misma pensé que estaba desquiciándome como él.

            —Y lamento que hayas tenido que pasar por eso, sola, no era mi intención. Aún no sé bien cómo funciona esto, quizá ni siquiera me alcance el tiempo para comprenderlo, pero me daba miedo que… que si estabas aquí las cosas empeoraran, que tus recuerdos te hicieran daño y…

            —¿Terminara como mi papá?

            Los ojos de Emilia comenzaron a irradiarse de una delgada y cristalina capa de agua. Recordó a su padre. Sonriendo. Gritando. Abrazándola. Golpeando. Llorando.

            —Sí, quería que tuvieras una vida. Si comprendieras la felicidad cuando tus abuelos me dijeron que ibas a nacer, tan solo me lo contaron, supe que eras tú. Tu padre estaba destinado a ser el portador de malas noticias, pero tú estabas bien, ¿por qué tenía que ser yo la que cambiara eso, recordándote quién eres y de dónde vienes?

            —Pues si crees que he tenido una vida fácil… mierda, no era tu decisión. Yo, siento esto cuando te veo, es como si me completaras; y lo sé porque conozco el sentimiento opuesto, llevo toda mi vida intentando llenar ese agujero… y todo ese tiempo estuviste aquí.

            —Perdóname.

            Selene dio varios pasos hasta donde estaba Emilia y le extendió las palmas de sus manos, ésta última, desconcertada y, con los ojos empapados de lágrimas, solo las miró y frunció el ceño.

            —¿Quieres recordar? Pues míralas, porque ellas son la razón de todo, un regalo que fue injuriado.

            —¿Tus manos?

            Emilia quiso tocarlas, pero Selene reaccionó alejándolas un poco, como si de lo contrario le fueran a hacer algún daño.

            —Quizá tardes en recordarlo del todo, pero no hay nada con vida en el mundo que al tocarlo se vuelva en el tiempo, rejuvenezca. Plantas, animales… personas.

            —¿Lo dices en serio? ¿Como el santo grial o la fuente de la eterna juventud?

            —Algo así, solo que mis manos no son tan condescendientes, por eso pasó todo esto. Darles eterna vida a las personas es un poder que nadie debería tener, ni siquiera yo. Es por eso que tus abuelos solían venir, porque el día que tu abuela pisó Xico fue “maldecida” y cuando se fueron, ella empezó envejecer a prisa; cada cierto tiempo venían a que yo equilibrara las cosas, solo lo necesario.

            —Ellos siempre hablaron de morir juntos, cuando sucedió creí que era solo una simple coincidencia, ¿tú ayudaste a que eso sucediera?

            —Ellos fueron buenos conmigo, incluso cuando dejaron Xico, me ofrecieron la cabaña. Sabían lo suficiente para comprender, pero nunca les conté la realidad sobre ti, solo quería que vivieran como cualquier otra familia normal.

            Emilia se alejó un poco, cada revelación caía sobre su mente como un balde de agua fría, uno que tenía congruencia si todo se tratara de una de sus historias de fantasía, pero en la vida real solo creaba surcos sobre una tierra estéril que nunca prosperaría de todo.

            —Intento comprender todo esto, parte de mí lo acepta… mi parte creativa, pero… ¿por qué solo tengo esta sensación y no recuerdo como otros, como la gente de Xico?

            —Ellos tienen años, muchos años viviendo, han tenido más tiempo para pensarlo que tú allá afuera, eres prácticamente una bebé.

            —Si lo que comprendo tiene lógica, eso explicaría por qué tantos ancianos, ¿toda esa gente fue joven y ahora ya no lo son? El cielo… día y noche, serían días pasando en parpadeos; pero, allá afuera no se ve así, yo estuve allí y se veía tan como siempre…

            —Sí, la delgada línea entre el pecado y los pecadores, es como una frontera, pero pronto dejará de existir, solo que a ellos les llegará a su momento. Xico es el inicio y el fin de todo, tan solo lo que me rodea se resiste, pero no podré mantenerlo así por mucho tiempo… lo puedo sentir, ni siquiera yo puedo huir de esto.

            —¿Cuánto tiempo queda, nos queda?

            —Las señales están allí: la aurora de aquella noche, los animales alterados, el tiempo revuelto, la muerte del árbol torcido, son cosas que notarás, que sentirás. Son las señales que algunos ven y otros no.

            Emilia se sentó de nuevo en la pequeña cama, el cansancio mental le había llegado, superando por mucho el físico. Suspiró profundamente y busco de reojo a Selene, específicamente sus manos, como si no quisiera avergonzarla con aquella mirada indiscreta. Selene la siguió, pero no se acomodó a su lado, se quedó allí parada esperando a que Emilia diera su veredicto.

            —¿Qué pasa si me tocas? ¿Me convierto en una niña?

            —No funciona así, para eso tendría que tocarte por varios minutos.

            —¿Y por qué ni siquiera puedo rozar tus manos sin que te alejes?

            —Miedo, me da miedo hacerte daño, no sé cómo te afectaría…

            —Si el mundo muere, ¿qué caso tiene pensar en eso?

            Emilia extendió sus brazos con las palmas hacia arriba, la invitación perfecta para que Selene se acercara, pero ella no lo hizo; retrocedió unos pasos hacia atrás y se protegió detrás de un par de macetas con frondosas enredaderas que colgaban de un pilar de gruesa madera.

            —Si esto se repite de nuevo… no quiero maldecirte, no quiero que termines como todos en Xico, atrapada, destinada a esa vida —dijo a los lejos con voz quebrantada y débil.

            Las miradas de aquellos ancianos regresaron en la memoria de Emilia, tan seniles y vacías, pero con una furia incontenible; no se imaginaba viviendo en esa vida, atrapada en su propio cuerpo. Quizá Selene tenía razón, avivar esa llama solo provocaría un infierno más grande, uno en el que ella ardería. Solo entonces logró entender el enojo de su editora por querer un final feliz en su novela, mientras ella le había dado uno que, a su parecer, era más realista, pero también más triste.

            —Cuando escribí mi última novela… se supone que trataría de una historia de amor antes de un apocalipsis, mi editora y los críticos de la editorial estaban felices por los que les planteé, luego comencé a tener estos sueños… y la historia de Efraín cambió, comenzó a tener estas premoniciones y nadie pudo seguirle el paso y, al final, se quedó solo. Todos odiaron el final que le di, yo no… lo dejé solo en cada uno de los finales que le reescribí, pero lo cierto es que no era el final de Efraín, era el de mi padre, y el mío por abandonarlo. Sé que ya no puedo reescribir ese final, ni siquiera abría alguien que lo leyera, pero cuando estoy cerca de ti siento como que puedo ser perdonada por todos mis pecados.

            Tan de pronto aquel dialogo de Emilia se había terminado, ya se encontraba del otro lado de las enredaderas, separada de Selene tan solo por ese par de macetas; la miraba a través de la planta, con un deseo indescriptible, fruto de una prohibición, con la intención de sentirle muy de cerca.

            —Emilia, solo eras una niña, no hiciste nada malo.

            Selene dejó de alejarse, de jugar al gato y al ratón, entonces Emilia la alcanzó y se quedaron frente a frente, paralizadas como dos esculturas de piedra. La mirada de Selene se percibía atemorizada, el miedo de lo que sucedería a partir de ahora la había invadido por completo y, al mismo tiempo, una culpa por haber demorado por años, el destino de Emilia; ésta, también atemorizada, pero con un porte de falsa serenidad, volvió a extender sus manos hacia Selene, quien procuró extenderlas a la misma altura; dejando las palmas frente a frente y con un espacio de vacío entre ambos pares de manos.

            Las yemas de los dedos de Emilia iniciaron un recorrido que corrompió esa pequeña frontera de aire caliente, fue apenas un pequeño desliz cuando el cuerpo de Selene reaccionó con un pequeño espasmo que asustó a ambas; aquello provocó que comenzaran a reírse, en parte porque era gracioso y también porque estaban nerviosas. El segundo intento, mucho más consciente, hizo que Emilia cerrara los ojos, y que Selene también lo hiciera.

            Ahora, bajo la oscuridad de sus párpados, y el viento que se cernía por todos lados; Selene sintió como los dedos de Emilia comenzaron a cosquillear con pequeños roces sus palmas, eso le hizo sonreír; mientras que, a su compañera, el corazón le comenzó a bombear sangre de forma acelerada, pues esperaba sentir algo mágico correr por su piel, y aunque no se sintió más joven, sí ahogada en un sentir irracional en la boca de su estómago. Quizá había sido un segundo, pero como si se encontraran en Xico, ambas pudieron detener el tiempo y guardarlo con delicadeza dentro y en alguna parte de sus memorias; provocando que como un efecto dominó, Emilia reviviera un recuerdo que no sabía que tenía.

            En un parpadeo, ella había visto a Selene, pero lo había hecho con otros ojos; allí todo era tan colorido, las paredes rosadas que chillaban y las flores moradas, como si hubieran saturado los colores a propósito. Selene miraba a través de la ventana, su cabello despeinado y largo, iba y venía con el viento, mientras que el cielo se reflejaba en sus ojos, como si en realidad los tuviera azules. En esa imagen fugaz y sin contexto, sentía que quería quedarse allí mirándola por la eternidad, pues con aquella sonrisa risueña, se reflejaba la más pura materialización de la inocencia.

            Emilia abrió los ojos, y allí estaba esa misma mirada, pero a diferencia de la de su sueño, esta albergaba una historia que se lograba leer entre las líneas de sus pupilas; una historia que la había tratado con mano dura, con una tristeza que había llegado para no irse. El corazón poco a poco regresó a su estado natural, se acercó a Selene y la abrazó, de esa misma manera en que se hace con alguien a quien no se ha visto por mucho tiempo.

            —Te recuerdo, o al menos ese momento.

            —¿Cuál?

            —En Xico, una casa rosada con las flores del árbol de mis abuelos, en una ventana grande que dejaba ver todos los colores por haber, y un cielo azul de un azul que no existe.

            Cuando Selene escuchó aquello, abrazó con más fuerza a Emilia, como si quisieran alinearse en una misma; y formar parte del mismo espacio. El tiempo parecía volverse infinito, un instante en que ambas habían olvidado la cruzada que se seguía perpetuando en el mundo. Sin embargo, la mirada de Emilia fue atraída hacia un jarrón con agua que vacilaba con pequeñas ondas coordinadas; si era lo que ella creía, el suelo estaba temblando.

            El abrazo terminó justo en ese instante, las dos miraron a su alrededor y comprendieron que el fin se estaba acercando. Selene se dirigió hacia la ventana y miró como el cielo que parpadeaba se venía como una tormenta de arena que galopa con mil caballos. Emilia la siguió detrás y, en cuanto vió todo, regresó adentro y se sentó en la cama; miró el suelo, observando como la arenilla rebotaba sobre sus pies.

            —¿Así que aquí termina todo? Ni siquiera ha empezado.

            —Podrías irte ahora, quizá fuera de Xico puedas encontrar un lugar donde protegerte. Aquí todo perecerá.

            —No quiero ser Beatriz.

            —¿Qué dices? ¿Quién es Beatriz?

            —En uno de los finales hice que Beatriz, el amor de Efraín, se fuera, que dejara a Efraín a su suerte; yo no haré eso. La casa de mis abuelos es casi una fortaleza, tiene un sótano enorme, de allí me inspiré, pero, nadie asegura que sea suficiente. Prefiero quedarme aquí, contigo, y que sea lo que tenga que ser.

            Selene respiró hondo y se quedo callada unos segundos, caminó hasta la cama y se sentó a su lado; acarició la cien de Emilia ligeramente con el torso de sus dedos y la miró como si apenas la acabara de conocer. Emilia cerró los ojos e inclinó un poco la cabeza, tomó su mano, la besó y al abrir los ojos, se encontraba nuevamente en aquella casa de paredes rosadas. Selene le sonrió y acomodó un mechón del cabello de Emilia, besó su hombro y acomodó su barbilla allí, justo al lado de su cuello, para luego acomodarse y abrazarla por la espalda.

            Para Emilia, aquella situación era poética, como la calma antes de la tormenta, y aunque tenía miedo de saber cómo sería su muerte o si sufriría antes de hacerlo, le tranquilizaba saber que no lo haría sola; que, quizá, partirían al mismo tiempo, tan rápido que no tendrían que despedirse con palabras. El viento y las vibraciones del suelo de pronto tuvieron cordura y se unificaron en una sola melodía: los tonos altos se conformaban por el trinar de las aves, los medios sus propias respiraciones y allá en lo fondo, los bajos y profundos latidos de sus corazones latiendo al mismo tiempo.

            Si toda esa belleza era regalada solo en los últimos días del mundo, tal vez valía la pena vivirlo, aunque fuera solo una vez en la vida; por primera ocasión, Emilia sentía que su alma estaba en calma, que no había que buscar algo más donde nunca estaba. Al mismo tiempo, eso le provocó una terrible tristeza, porque el tiempo no le sería lo suficiente para disfrutarlo, y que era injusto, muy injusto.

            —Ojalá me hubieras buscando antes.

            —Lo sé— susurró.

            —Ojalá yo te hubiera recordado antes.

            —Perdóname, no sabía lo que hacía.

            Emilia se giró y empujó el cuerpo de Selene sobre la cama, la miró sin una solo pizca de lujuria, entonces hizo un hueco, se recostó entre sus brazos acomodando su cabeza sobre su pecho, y acarició el delgado y curvo hueso que brotaba de su tórax.

            —Al menos yo si puedo acariciarte, y se siente bien. No sé qué pasó antes, cuando no era yo, pero lo que siento… creo que fue algo bueno.

            —Son lo mejores recuerdos que tengo—, Selene buscó y besó la frente de Emilia, cerró sus ojos y olió aquel dulce aroma que desprendía su cabello, se quedó allí, pensando—, ahora éste lo es.

            Una lágrima brotó y recorrió su mejilla hasta bajar por su cien y desprenderse por todo su cuello, haciendo que Emilia levantara su cuerpo y la mirara con melancolía.

            —Ey, tan bien que se te ve sonreír—, recogió con las puntas de sus dedos las nuevas lágrimas que estaban a punto de desbordarse.

            Selene consiguió controlar su llanto, incluso sonrío, aunque sus ojos se mantuvieron cristalinos. Entonces fue allí, como una llamada con las miradas, que sus rostros comenzaron a acercarse, a sentirse en un calor corporal; Emilia se acercó lo suficiente, sin dudas, dejando que aquella parte de su pasado prolongara el presente.

            Cuando sus narices chocaron, juguetearon un rato, pero fue Selene quien elevó su cabeza y le arrebató el beso a Emilia; rápido y suave, un allanamiento que deseaba existir y, que pronto, sería correspondido con uno más largo y enérgico. Al terminar intercambiaron una pequeña sonrisa y se miraron a los ojos, Emilia acarició su cuello y bajó su mano hasta su pecho y, desprevenidamente, Selene la tomó por la cintura y la giró para quedar sobre de ella.

            Sus frentes se tocaron y cuando se decidió a besarla, tomó su rostro con ambas manos, dejando de lado el temor que tanto le había causado tocar a Emilia; pero nada pasó más allá de un mundano beso, ninguna se sintió diferente. Sin aquel temor, Selene acarició a Emilia con tanta astucia que ambos pares de manos viajaban de extremo a extremo, conociéndose y contemplando. Los besos se volvieron más tenaces uno tras otro, más largos; y terminaron cuando Emilia abrió los ojos y notó que escurría sangre de la nariz de Selene.

            De pronto las paredes rosadas desaparecieron, una franja de luz y oscuridad se teñía sobre sus pieles, todo había girado sobre sí mismo; un rebobinado en el tiempo, un solo momento para recordar que el mundo seguía su curso y, a un lado, Lorax, mirándolas fijamente, como si supiera que había llegado la hora de alimentarse de ellas. La magia había terminado, una historia suficientemente larga para un instante, ese era el duelo que más se gestaba dentro del pecho de Emilia.

            —¡Selene! ¿Estás bien?

            Emilia se sentó y tomó con una mano la espalda de Selene, mientras que con la otra intentó limpiar la sangre. Tan solo tiempo atrás ella había sufrido del mismo mal, pensó que se trataba de lo mismo, el calor, la tensión… pero también pasó por su mente que quizá le había trasmitido algo, un mal, una furia, un enojo, su propia maldición.

            —Está bien —respondió Selene y sonrío.

            —No, presiento que no.

            Lorax grazno y salió volando por la ventana, con uno aleteos que retumbaban en los oídos. A lo lejos, allá por esa misma ventana, se escuchaba el balido de un ciervo que agonizaba. Selene se bajó de la cama y corrió a ver de qué se trataba, cuando Emilia llegó, sucedía una escena de tragedia: un ciervo moribundo que luchaba consigo mismo, que intentaba ponerse de pie, pero solo volvía a caer. Sus ojos brillaban cada vez que el día regresaba, Emilia incluso observó como si tras ese reflejo se escondiera otra historia, una muy pequeña que iba y venía. Luego ya no se movió, el brillo de sus ojos se opacó y rápidamente el animal comenzaba descomponerse ante ella, transformándose en solo piel con huesos.

            —Es hora… —masculló Emilia antes de darse cuenta que Selene se encontraba sentada en el suelo, con la mirada perdida y el cuerpo temblando.

            Todo alrededor, dentro de la pequeña choza, comenzaba a perecer. Los pequeños arbolitos morados dejaban caer sus hojas y éstas se secaban hasta dispersarse por el viento. En cada parpadeo, la vida dentro de ese lugar dejaba de existir, transformándose en otra cosa que era invisible ante los ojos de Emilia.

            —Debes irte, Emilia, ya es tarde para mí—masculló Selene.

            —No, no me iré. Eso no es discutible.

            —Si sigues por la vereda…

            —¡No!

            Emilia abrazó a Selene, y cuando ésta dejó de temblar y moverse, comenzó un instinto de supervivencia impulsiva: se puso de pie, levantó a Selene y atravesó su brazo por su detrás cuello para poder alzarla.

            —Emilia, ¿qué haces?

            —Nos vamos.

            —No tiene caso, vete.

            —No voy a dejarte, no vamos a morir aquí, y no lo haremos hoy.

            —Nunca lo haremos —susurró Selene antes de perder la conciencia.

 

Mientras el parpadeo del cielo se acercaba, Emilia sacaba más fuerzas de donde no las tenía y, al mismo tiempo, maldecía a su amarillo Bettle por haberse descompuesto. Había tomado la vereda opuesta al camino hacia Xico, y tan solo pensar en esa gente muriendo y descomponiéndose, como ese ciervo, le causaba unas nauseas que tenía que contener en su garganta; pero escapar parecía imposible, los pasos se volvían pesados y la ola a sus espaldas se acercaba con rapidez.

            Los malos pensamiento regresaron a la cabeza de Emilia, se sentía culpable, porque quizá Selene estaba en lo cierto y no debían tocarse; porque tal vez la razón de que ella estuviera muriendo era un castigo por haberla corrompido. También, pensó que en el pasado ella podría haber sido la responsable, y aunque no sabía los detalles con precisión, se sentía culpable. Recordó a su padre y a Efraín, a quienes abandonó, pero también a sus abuelos, que a pesar de que tenían prohibido decirle sobre Selene y Xico, se habían atrevido a dejar aquella carta donde le pedían lo contrario.

             <<¿Por qué tenía que ser esto un castigo y no un regalo?— pensó>>.

            Cuando el camino parecía más imposible, Emilia miró no muy lejos una carreta fuera de la vereda, la carreta de Noé. Aceleró el paso y abrazó a Selene con más fuerza, cuando llegaron, la yegua bufaba, pues intentaba huir, pero se había atorado una de las llantas entre unas piedras. Emilia buscó rastros de Noé, pero no tardó en encontrar un cuerpo tirado, inerte y chupado de pies a cabeza; ese era Noé, el hombre viejo que se había enamorado de Selene.

            La ropa de Noé calzaba diez veces su tamaño, ya no quedaba nada de aquel hombre correoso. Su piel habría tomado un color morado oscuro, gris en ciertas partes; el cabello, se había caído de lado, escurrido del cráneo donde se alcanzaba a notar una larga placa blanca. La morbosidad y la repugnancia, hacían que cualquiera quisiera mirar y no hacerlo al mismo tiempo. Ese hombre ya no tenía ojos, algo se los había sacado, o simplemente se habían consumido dentro de su cráneo.

            Mirando cada segundo de reojo hacia atrás, Emilia actúo rápido y puso a Selene en la carreta e intentó empujar la rueda para sacarla de las piedras, pero era demasiado peso para ella sola. Regresó a donde estaba la yegua e intentó jalarla de las riendas, pero nada se movía. La desesperación comenzó a hacer estragos en ella, tenía la necesidad de gritar y patalear como siempre lo hacía, pero esta vez no tenía tiempo.

            Jaló aún más fuerte a la yegua, le habló y le pidió que pusiera de su parte, y luego de un fuerte tirón, la carreta cedió. Jamás en su vida Emilia había montado algún caballo, pero si la televisión y el cine estaban en lo cierto, solo tenía que golpear deliberadamente las riendas para que el animal comenzara a andar.

            —Lo sé, Noé se lo merecía, seguramente te trató mal… por favor, ayúdanos, no somos como él.

            El animal parecía entender las palabras de Emilia, de un jalón comenzó a mover la carreta, ahora había ilusión de ganar tiempo.

            —¡Perdón, Noé, no es nada personal, pero ambas vienen conmigo! —gritó con felicidad, con esperanza, con la posibilidad en su corazón de lograr salir de los alrededores de Xico.

            El cielo descompuesto comenzaba a quedarse atrás, pero nunca parecía lo suficiente. Miraba a Selene, dormida, pero aún respirando, nunca había sentido el tiempo correr tan lento que justo cuando deseaba que pasara rápido. La imagen de Noé petrificado se le atravesaba en la vista cuando la oscuridad comenzaba a acercarse, y le daba miedo que el mundo fuera igual de cruel con ellas y terminaran de la misma forma.

            Lo más seguro para Emilia, era que Noé hubiera intentado lo mismo, huir, pero que en esa acción el tiempo no hubiera estado de su lado, muriendo en el acto, pero eso dejaba entre dudas el porqué de elegir ese camino, y luego miró a Selene, y entendió: lo más probable era que Noé decidiera ir por la vereda y no por el camino principal de Xico porque su huida incluía a Selene, su eterna enamorada. La repulsión de Emilia hacia Noé se volvió compasión y luego lástima, porque también era probable que él las hubiera visto, y de allí que continuara su camino solo. Noé había muerto con el corazón roto.

            Cuando la luz de una tarde tranquila se asomó frente a la carreta, supo que pronto llegarían a su destino. Sonrió y comenzó a carcajear, como si hubiese burlado a la muerte. Miró a Selene, quien con los ojos entre abiertos observaba el cielo en completa calma. Todo iba bien, y se estaba recuperando, había sido una buena idea, había un futuro para ambas, solo necesitaban llegar a casa y esperar.

            —¡Ya casi, Selene! ¡Despídete de Xico!

 

Una gran parvada de aves adelantó la carreta, ellas no eran las únicas queriendo salir, queriendo escapar; se sentía bien que incluso los animales advirtieran el peligro, porque eso significaba que no había sido un error querer huir, sino más bien un instinto. Emilia sonrió al observar aquella maravilla de la naturaleza, la respuesta sagrada de la misma fauna; sin embargo, toda belleza se vino abajo cuando las aves comenzaron a caer del cielo como si fueran una lluvia tupida. Ya era tarde para querer detenerse.

            La yegua relinchó tan pronto salieron de Xico, las patas delanteras se le doblaron y toda la carreta se desvió de lado hasta llevarse jalando al mismo animal. Emilia intentó agarrarse pero sin éxito, salió volando y quedó boca arriba mientras la mirada se le nublaba, era como si un sueño se le incrustara en los ojos, de esos cuando tomaba largas clases en la universidad a primera hora; pero ella estaba decidida a no dormirse, se puso de pie aunque sintiera que todo giraba y buscó a Selene, giró varias veces, pero solo vio a la yegua, con las patas todas dobladas y su cuerpo haciéndose pequeñito, chupándose rápidamente como el mismo Noé.

            —Quienes… salen, dema…siado rápido —tartamudeo Emilia. Recordó lo que le dijo Selene y con más razón comenzó a caminar tambaleándose en su búsqueda.

            La miró, miró a Selene boca abajo a unos cuantos metros de la carreta, y corrió hacia ella, se arrodilló y la giró para comprobar que aún seguía con vida. Se sintió tranquila pero cuando vio sus manos, arrugadas como las de una anciana, advirtió que algo estaba mal.

            —¡¿Selene?! ¡Despierta! ¡Por favor, despierta?

            Selene abrió los ojos, aturdida por la caída y simplemente sonrió; las líneas de expresión de aquella tierna sonrisa comenzaron a marcarse con firmeza y sus ojos color miel se opacaban por una capa blanca y traslúcida; aparecían manchas que conquistaban todo su rostro, y al mismo tiempo, su piel se arrugaba a la par que su cabello cenizo se volvía totalmente blanco. Emilia se miró las manos, con ella no sucedía nada, pero con Selene… con ella el tiempo se estaba cobrando igual que la gente de Xico.

            —¿Qué hago? Dime, qué hacer…— le exigió Emilia con desesperación.

            —Envejecer, solo que no lo haremos al mismo tiempo. Ve a casa, Emilia, hazme caso por una sola vez— respondió una voz débil y senil.

            —No puede ser así, este no puede ser el final.

            —Al menos tu fuiste más valiente que Efraín, lo intentaste.

            Emilia abrazó a aquel cuerpo que contenía a su Selene y luego se puso de pie con ella en brazos y comenzó a caminar de vuelta a Xico, allí donde el cielo padecía de piedad. Selene no se resistió, dejó que se movieran unos cuantos pasos hasta que ambas cayeron al suelo y se quedaron allí para no moverse más.

            Como una flor en pleno retoño, los ojos de Selene comenzaron a tomar su habitual color miel, haciendo que Emilia sonriera de nuevo, pero tanto su piel como su cabello no parecían reaccionar de la misma manera; seguía siendo una anciana con ojos en plena juventud. A pensar de eso, Emilia no le despegó la mirada, tomó su mano y la entrelazó con la suya.

            —Sí así va a terminar todo, entonces que sea así—dijo Emilia—, y solo para agregar… eres una anciana muy guapa—, las dos rieron a carcajadas antes que una ola de calor las envolviera por completo—, esa es la sonrisa que quiero recordar…

            Ambas apretaron sus manos, se sonrieron y se miraron resignadas. Si aquel momento se pudiera recordar, Emilia lo haría como uno sin tiempo y espacio, donde no existía el dolor; un infierno que no quemaba, como si hubiera sucedido tan rápido que el mismo cerebro no tuviera tiempo de registrarlo. Y aunque nunca dejó de mirar a Selene, podía verse así misma como fantasmas traslucidos; como si se despegara de su cuerpo. El pasado, el presente, el futuro en un mismo instante: ellas escapando de Xico, la carreta cayendo, las aves lloviendo, la yegua relinchando, ellas escapando, la ola de calor, la carreta cayendo…las…a..

            Ya no sentía la mano de Selene, tampoco su calor. Solo había frío y oscuridad. La extrañaba, poco a poco, dejaba de extrañarla. A Selene, sus ojos, su sonrisa, sus manos… Tenía miedo, tengo miedo. ¿Dónde está Selene? ¿Aquí están mis abuelos? ¡Selene! Nadie me escucha. Tu sí me escuchas, ¿verdad? ¿Me dejaste sola o yo lo hice? ¿Efraín? ¡Papá! Tengo miedo, ¿debería tener miedo? <<Emilia>>. ¿Eres tú, Selene? <<Emilia>>. ¿Yo soy Emilia? <<Helena, así se llamará esta nena>>. ¿Helena? Yo no soy Helena, soy Emilia… ¿Lo soy? ¿Quién soy? ¿Qué es esa luz blanca, Selene? ¿La ves? ¿Selene? ¿De dónde te recuerdo? No recuerdo ¡Por Dios, dime que la ves, es tan hermosa!

 

“Helena nació una tarde de invierno en un recóndito y pintoresco pueblito llamado Xico, nadie lo entendía, pero ella amaba sentir como el sol quemaba su piel hasta que le salieran ampollas, como si en una vida pasada aquel dolor le provocara el recuerdo de algo bueno. O al menos, eso decía su abuelo”.