Capítulo 2: Los demonios que se hacen

Emilia recordaba a sus padres como las personas más energéticas y rectas del mundo, con una mirada firme y sin retrocesos. Había un mundo de diferencia entre ellos y sus abuelos, quienes por el contrario eran amorosos, comprensivos y llenos de recuerdos. Cuando sus padres murieron, la vida de Emilia se vio cortada en dos y, cuando sus abuelos la adoptaron no pasó mucho para que comenzara a ver la vida de una manera mágica y llena de calidez; incluso, al poco tiempo dejó de extrañarlos, dejó de llorar por ellos, causándole un severo sentimiento de culpa hasta la fecha.

            Al vivir su nueva vida, comprendió que parte de esa energía negativa de sus padres se había quedado en ella, un enojo sin fundamentos, puro y egoísta; y que la única forma de contenerlo era escribiendo. Cuando Emilia escribía, podía sacar toda esa rabia sin prejuicios, cuando Emilia escribía, dejaba de dañar a quienes amaba. La realidad de todo esto es que le temía tanto a no poder contenerse, a convertirse en sus padres y terminar como lo hicieron ellos. Sentía que si dejaba de escribir, su vida perdería todo el sentido y se convertiría en la peor versión de sí misma.      

            Ella podía sentirlo, cada día y segundo que dejaba de escribir, que dejaba de tener un propósito, cómo ese enojo la comenzaba a carcomer, a pudrir desde adentro.

 

            —Su esposa debe amar su romanticismo —le reprochó Emilia a Noé, con un nudo en la garganta e intentando contenerse lo más posible.

            —¿Esposa? ¡Yo no tengo esposa! ¡Jamás la tendría!

            —Y si ella existiera no querría tener un esposo como… ¿sabe qué? —se contuvo tanto como pudo y tomó un profundo respiro— no sé que clase de conspiración loca tenga usted y todo el pueblo, pero a mí déjenme fuera.

            —No muchacha, no entiende, una vez pisando Xico, ni los cuervos te sacan a pedazos. Suerte tuvieron tus abuelos, pero algo malo les habrá pasado, ¿a qué no?

            Un nudo en la garganta le quiso arrebatar todo el aire de las cavidades de sus pulmones. Las palabras se esfumaron y nada hubo en la boca de Emilia, ni siquiera un reproche inventado en último momento. Noé se alejó sin siquiera despedirse, tan solo pasó por donde estaban las flores tiradas y las aplastó con su viejas y correosas botas, incluso comenzó a reírse como un deschavetado. Tan pronto, sin contar el tiempo en minutos, habían pasado horas y el sol caliente se topó con la frente de Emilia para hacerla reaccionar.

            Acompañada de la soledad incierta, entró y se sentó en la pequeña silla del comedor y miró a través de la ventana que daba al lado de su pequeño y amarillo Beetle; comenzó a toser y buscó su celular para mirar la hora, al darse cuenta que era tarde, una furia le llegó hasta el estómago, se había retrasado en su primer día de escritura y todo se lo debía a ese viejo estúpido, el mismo que le había dicho aquello que no dejaba de trastornar su cerebro. <<Algo malo les habrá pasado>>, eso había dicho el viejo Noé… pero sus abuelos habían vivido una vida plena, o la tuvieron… hasta aquel día en que sus padres murieron, de allí en adelante quizá no volvieron a ser los mismos, o tuvieron que intentarlo para poder cuidar de su pequeña y ensimismada nieta.

            Una gota de sudor le recorrió la frente, giró por arriba de su ceja izquierda y descendió por la sien hasta llegar a la comisura de su boca; un sabor salado hizo reaccionar de nuevo a Emilia, ella solo miró alrededor y la noche se asomaba impertinentemente, grosera y acompañada de la fría noche. Una ventisca sacudió todas las cortinas posibles, estaba haciendo frío y lentamente los vidrios comenzaban a empañarse, pero Emilia no tenía frío, ella tenía calor y las gotas que caían de su frente se volvían cada vez más y más continuas.

            Comenzó a preocuparse, no solo su mente se desfasaba en el tiempo, tenía fiebre y no había llevado más que algunas pastillas para el resfriado y sus habituales dolores de cabeza. Se levantó y dio alguno que otro traspié al subir las escaleras, buscó su mochila y comenzó a sacar todo lo que pudo hasta dar con las pastillas del resfriado, que, aunque no era lo ideal, seguro no harían más mal que bien. Entonces las tripas se presentaron como una orquesta borborígmica y, a casi un día entero sin comer, un fiero asco albergó en su garganta.

            Miró de reojo la bolsa de un pan que había comprado antes de salir de la ciudad, solo le dieron más ganas de vomitar. Se tocó la frente y un calor leve pero persuasivo se pegó a la palma de su mano. Sin fuerzas, terminó recostándose a la orilla de la cama, mirando fijamente el suelo con todas sus cosas esparcidas, tan esparcidas como sus pensamientos. Fue tan solo un segundo, entre pestañeo y pestañeo que la oscuridad de la noche entró por todas las ventanas sin ninguna invitación; entre abrió los ojos y se sintió aún más cansada, tosió un par de veces y al intentar pararse un graznido le zumbo de oreja a oreja.

            Había entrado un cuervo, grande y azulado, que sobrevoló toda la habitación solo para terminar parándose un vetusto perchero de madera; ambos se miraron como si estuvieran a punto de intercambiar una conversación, el plumífero movía la cabeza de lado a lado sin despegar su mirada de los ojos de Emilia. Así fue que se cubrió los ojos, porque si lo que decían de los cuervos era cierto, quizá estaba a punto de sufrir un ataque a su par de esféricos color caoba. Dicho lo anterior, un par de aleteos se anexaron a la tensión, cerró sus ojos y los protegió con ambas manos, luego ya no hubo ningún ruido más que el de la noche.

            Lo primero que hizo en cuanto se cercioró que el invitado había partido, fue cerrar la ventana de la habitación, solo así se sintió de nuevo en calma, pero comenzó a hervirle el estómago al darse cuenta que el cuervo se había llevado el paquete de pan que había estado en el suelo. El pensamiento de regresar al pueblo por más víveres le causó escalofríos, ver a toda esa gente de apariencia escuálida y mirada fría le recordaba tanto a sus padres; tal vez, solo tal vez, retirarse en Xico no había sido la mejor idea. Empezó a recoger las cosas del suelo, pero les pasaban a sus brazos como si fueran piedras, por lo que solo las amontonó de un lado y se abrió paso para regresar abajo y cerrar todo.

            Cada paso de la escalera hacía que se le saliera todo el aire, pensó que quizá debió decirle a Noé que revisara lo del agua y no correrlo, pensó también en la muerte de sus padres, sí tenía que ver con lo que dijo Noé; una serie de pensamientos entrelazados comenzaron a vagar por su cabeza, sin detenerse, sin tomarse un tiempo: sus padres, Noé, Selene, ¿una bruja? Maldiciones, muerte, enfermedad, fiebre, el cuervo, sus graznidos, falta de comida, el frío de la noche, el calor de su cuerpo, sus abuelos, sus padres de nuevo, el caballo de Noé, sus relinchidos, el graznido.

            —Menuda carga mental te estás armando en la cabeza…dicen que la locura se hereda… dale tiempo y que el cuervo no te saque los ojos —susurró una voz corriente pero familiar. Sin embargo, Emilia no se exaltó, era la misma voz de siempre que la visitaba cuando los límites entre lo sano e insano comenzaban a diluirse.

            —Solo es fiebre, ¡Solo es fiebre! —le respondió en voz alta—. Me tomaré otra pastilla, mañana estaré bien, me pondré a escribir y seguiré hacia adelante.

            —¿Adelante? Esos caminos no son para ti, Emilia, escucha, tocan a la puerta.

            Efectivamente, alguien tocaba a la puerta. Le dio miedo que fuera Noé, le dio miedo que fuera una horda enardecida de gente por violar sus protocolos pueblerinos. Sin embargo, se sentía tan mal que su raciocinio parecía esfumarse entre sus afirmaciones, sin darse cuenta había llegado a la puerta. Tomó la perilla y se le quedó viendo, dudando si era lo correcto, sabiendo que no era lo correcto, pero volviendo a dudar si era lo correcto. Al final, terminó girando la perilla y revelando la causa y su causante.

            —¡Lamento mucho, mucho, que haya pasado esto! —suplicó Selene con una mirada melancólica, una sonrisa discreta, el ceño fruncido y el paquete de pan en las manos— Todo es culpa mía, malacostumbré a Lorax y si te digo que no volverá a pasar sería mentirte, es tan obstinado y rebelde, es que lo aprendió un poco de mí.

            —Mi pan… yo vi un cuervo que se lo llevó…

            —Sí, Lorax, el ladronzuelo —sin desconectar las miradas, le entregó la bolsa pan y con una mueca pícara se acercó a Emilia—, que bueno que no tenías algo de oro porque eso de seguro no lo vuelves a ver… Emi… ¿te sientes bien?

            —Solo es fiebre, me resfrié o algo —masculló sin fuerzas—, nada que un buen caldo de cuervo no arreglé —rio burlonamente y tan rápido como pudo se disculpó, incluso le regresó el pan a Selene—, lo siento, igual y es un pan horrible de supermercado.

            Selene solo hizo una mueca, ni le pareció el chiste ni le afectó lo suficiente como para molestarse, pero muy en el fondo le causó gracia. Dejó del lado el pan y tomó a Emilia por los brazos, quién no se resistió porque su cordura no le daba a entender lo que estaba pasando; y entró con ella para ayudarla a subir las escaleras y llevarla a la cama, conocía esa casa como la palma de su mano y recordar la última vez que estuvo allí merendando al lado de los Verni le trajo dicha en su corazón.

            Cuando llegaron al segundo piso, Selene se asombró al ver el desorden y entendió porque Lorax había hecho lo que había hecho, pues donde hubiera caos, él siempre estaría allí. Con sumo cuidado, recostó a Emilia, quien ahora solo se concentraba para no decir nada, no después de ese desubicado comentario del caldo de cuervo. La invitada se quitó uno de sus guantes de tela blanca y, con el dorso de su mano, tocó la frente de Emilia; la dejó allí unos segundos y se volvió a poner el guante, confirmando que aquella fiebre no era para jugar, pues como ella lo sabía, el frío de la noche a las afueras de Xico podía ser de lo más peligroso para quienes no nacían de noche.

            —Estoy bien, solo dormiré y estaré bien mañana. No es la primera vez que me encuentro febril en pleno verano —musitó con una voz casi diluida entre pequeñitos tosidos secos.

            —Esta zona de Xico es muy fría, un frío que ni se siente, pero se mete por tus poros como arena en pleno invierno. Te dejaré sola, iré a mi casa por algunas medicinas, prometo ser rápida y, si ves a Lorax… por favor, no te lo comas —bromeó.

            Emilia sonrío, aliviada de que el malentendido no había causado mayor estrago. Se sentía tan cansada que sus ojos parecían tintinear, abriéndose y cerrándose insistentemente.

            —La cosa es… la cosa es que te crees graciosa pero no lo eres, ¿aún no lo entiendes? —allí estaba de nuevo la voz grosera de su cabeza, inmiscuida, saltando de neurona a neurona.

            —Solo cállate y vete.

            —Tu falsa sensación de inteligencia, tu poco sentido de persuasión, tu poca gracia, tus palabras no tienen redención. Estás maldita, como tu padre, como tu madre.

            —¡Lárgate! ¡Fuera! —gritó, solo para medio despertar y darse cuenta que Selene ya había regresado.

            La miró allí en la puerta, con una charola llena de plantas y polvos. Emilia palideció de vergüenza, de pensar que esas palabras las tomara Selene para ella. De hecho, las dos se miraron angustiadas y desconcertadas.

            —No, tú no, no te vayas… es mi cabeza, la escucho… no estoy loca, solo me siento mal. Me estoy perdiendo. ¿Cómo fuiste tan rápido? ¿Cuánto tiempo me quedé sola? ¿Has visto mi celular? ¿Qué hora es?

            —Oye, tranquila… no te preocupes, si me dieran una pepita de oro por cada vez que me dicen que estoy loca… anda, siéntate y toma esto —agregó con buen humor Selene sin responder a ninguna de las preguntas de Emilia.

            Sin debatir más, acomodó la charola en la mesita de noche del lado derecho de la cama, comenzó a verter unas hojas rojas y otras amarillas dentro de una taza con agua caliente; miró la tasa y cerró los ojos como si estuviera recitando algo dentro de su cabeza y, al abrirlos, espolvoreó un tizne oscuro y denso.

            —¿Qué es eso? —preguntó Emilia, quien solo miraba despavorida.

            —La magia de la naturaleza, con esto te sentirás mucho mejor.

            —¿Al menos tiene azúcar? —preguntó con un tono sarcástico y luego se acomodó dudando sobre el sabor que estarían a punto de percibir sus papilas gustativas.

            El reflejo de la superficie del agua teñida de color verde le reveló a Emilia un rostro desgastado y viejo, unas ojeras amarillentas, una piel sudorosa y un cabello encrespado; miró hacia Selene, con su sonrisa generosa y su mirada vivaz, y automáticamente se sintió apenada de que la viera con ese aspecto. Observó de nuevo la taza, cerró los ojos y sorbió tan solo un poco; la cara se le volvió roja al sentir lo más amargo que jamás había probado, hasta tuvo ganas de vomitarlo todo allí mismo, pero en cuanto volteó hacia Selene, esta le movía la cabeza en negación, advirtiéndole que no lo hiciera.

            —Debes beberlo todo, solo así funcionará, es como la vida, si lo intentas poquito, no rendirá frutos. Además, no sabe tan mal, deberías de probar el que hago para los dolores de estómago, ese sí que es horrible. Anda, hazlo.

            Como niña regañada, Emilia obedeció, se bebió hasta la última gota del supuesto y milagroso té y, cuanto le entregó la taza a Selene, un escalofrío la paralizó por completo, en automático sintió el cuerpo volverse agua, era algo que no podía describir con palabras, se sentía tan bien; fue como si de pronto se perdiera, pero no como esas veces de desesperación, esto era diferente; ella estaba allí y al mismo tiempo no lo estaba.

            Selene se acomodó a su lado y Emilia se giró hacia ella.

            —-¿Ves? Ya te estás sintiendo mejor —tocó la frente de Emilia y se expresó con una emoción eufórica —¡Qué me digan bruja!

            —shhh —susurró Emilia—, no quieres que Noé te escuche y llegué con su ejercito de pueblerinos zombies —entonces ambas comenzaron a reírse como si se contaran un secreto— ¿Por qué me siento así? ¿Son plantas recreativas?

            —¿Recreativas?

            —Sí, drogas.

            —Lo único que harán esas plantas es eliminar lo que te haga daño, no lo físico, sino lo espiritual, el dolor que te haces a ti misma… aquello que te detiene de mirar a tu alrededor. Es normal que te enfermes cuando tu alma se encuentra acorralada, sin paz no hay plenitud.

            —¿De qué hablas? Es fiebre, seguro fue el frío o comí algo que me hizo mal antes de venir. Tú no sabes nada de mí, yo no tengo problemas de ese tipo.       El rostro de Emilia reflejó enojo, furia, odiaba cuando las personas tenían razón sobre ella; pero odiaba más que se atrevieran a sobrepasar los límites de su privacidad. El silencio de pronto se hizo presente y las cigarras comenzaron a resoplar por el horizonte, casi como si estuvieran coordinadas. Selene volvió ese rostro alegre en un pantanoso reflejo de tristeza, por su parte Emilia se giró y se sentó con lo brazos cruzados, repensando en si debía disculparse o estaba en su máximo derecho de exigir una disculpa.

            —La fiebre no bajará por sí sola, el té no es tan mágico —agregó Selene pero esta vez con un tono apagado. Sin embargo, se atrevió a poner sobre la frente de Emilia una toallita mojada con agua fría, sin importar que todo su guante se terminara mojando—, al menos deja que ayude con esto.

            La pequeña y enfurecida Emilia tuvo que ceder, casi de mala gana, solo que esta vez trató de no cruzar mirada con la intrusa. Se recostó y se acomodó para que no se cayera la toalla, miró el techo y masculló al sentir el frío del agua sobre su frente, luego prosiguió mirándolo. Selene se recostó tomando su distancia y miró también al techo.

            —Son las miradas las que reflejan todo, por eso es que todos en el pueblo me odian. No pueden ver alegría, felicidad, plenitud en los ojos de los otros, sin sentirse robados y humillados. Aunque no lo quieras ver, ni que alguien más te lo haga saber, tienes la misma mirada que ellos.

            Emilia no dijo nada, solo cerró los ojos y deseo que Selene se fuera para que la dejara llorar en soledad, llorar enojada, pero ella no se iba, así que decidió hacerlo dentro de sus pensamientos.

            <<Chiele, nola tem pere, ansulumtu entrei cuajal inte sulu malun malun>>, escuchó entre sus sueños antes de caer en las profundidades de la noche, era Selene cantando en un tono pequeño, como si arrullara a un bebé. Por primera vez en mucho tiempo, Emilia no soñó nada, solo una oscuridad perpetua sin recuerdos, sin voces, sin ruidos, así hasta que amaneció, casi en un pestañeo.

            —¡Sabemos que estás allí, pinche bruja! ¡Anda a salir o te sacamos a rastras! <<¡Sí, salte de allí>>, —exigieron una serie de voces entre cruzadas a lo lejos.

            Emilia abrió los ojos asustada, su cuerpo se alzo de un brinco y miró por toda la habitación; Selene no estaba, todas sus cosas habían sido acomodadas y había jarrones con flores por todos lados.

            —¡Tú y esa Verni solo traen desgracia al pueblo! ¡Las vamos a quemar allí adentro a las dos! —se escuchó nuevamente antes de que una lluvia de piedras comenzara a trastocar las paredes de la cabaña.

            —¿Selene? ¡¿Selene?! —gritó Emilia asustada, se levantó de la cama y se asomó por su ventana, allí no había nadie. Entonces bajó las escaleras descalza y miró a Selene viendo a través de las cortinillas, temblando y con su piel erizada—. ¿Qué está pasando? ¿Qué quiere esa gente?

            —Están muy, muy enojados.

            —Por poco no me doy cuenta.

            —Dicen que todo su ganado amaneció muerto, dicen que fui yo y, que fuiste tú, de anoche que llegaste.

            —Yo no llegué anoche, llegué antenoche —refutó Emilia suponiendo que la gente enfurecida no recordaba que ya llevaba dos noches en Xico.

            —El tiempo en Xico no tiene control, pero eso no importa, siempre que les pasa algo malo es mi culpa, desde que llegué es mi culpa, siempre es y será mi culpa.

            Todo era confuso, el tiempo era confuso, la reacción de la gente era confusa. Emilia se enojó al no comprender las cosas, siempre le desesperaba estar a un paso detrás de la compresión de los demás.

            —¿Qué vas a hacer Emilia? Ese caos allá afuera no te dejará concentrarte para escribir, fracasarás en el fracaso —le susurró la voz a la oreja con un tono retador.

            La ira de Emilia no tardó en surgir desde muy dentro, esta vez sin alguna muralla que la retuviera, le hizo caso a la voz. Con paso firme, caminó hacia la puerta y la abrió. Cuando las voces dejaron de gritar, Selene se dio cuenta de lo que Emilia había hecho y salió corriendo detrás, la tomó del brazo, pero era demasiado tarde, ambas se encontraban frente al grupo de pueblerinos.

            Nadie dijo nada por unos segundos, se miraron entre todos, posiblemente nadie esperaba que alguna de las dos saliera, ahora no sabían qué hacer exactamente. Selene se acercó con miedo a Emilia, quedándose un tanto detrás, pero dispuesta a intercambiar el lugar si era necesario. Por su parte, los pueblerinos bajaron sus machetes y garrafas de gasolina, algunos hasta traían bieldos oxidados que parecían pesar más que ellos.

            —¡¿Cuál es su pinche problema?! ¡¿Qué mierda tienen en la cabeza?!

            —¡Esa bruja maldijo a nuestro ganado, todos los becerros se murieron anoche! <<Sí, fue la bruja>>, —replicaron en unísono los demás—, siempre que hay un Verni cerca pasan cosas, esto es tu culpa, no debiste venir.

            —Ustedes están mal, nada tenemos que ver. Todo lo malo que les pasa es solo culpa de ustedes —respondió Selene casi temblando y abrazando el brazo de Emilia con todas sus fuerzas.

            —Nada de nada, yo te dije que no te acercaras a la muchacha, y mira lo que pasó, apenas llega y nos dejan sin carne —amenazó Noé desde el fondo, haciendo que todos se callaran y asintieran con la mirada.

            —¿Qué van a hacer, lincharnos? —interpuso Emilia con el mismo tono amenazante de Noé.

            —Lo que sea necesario —respondió el viejo riéndose y escupiendo un gargajo a su lado.

            —No den ni un paso, yo no me hago responsable del karma de la vida —reclamó Selene y levantó la mano —sígueme la corriente— le susurró a Emilia, pero esta no captó lo que intentaba hacer su compañera.

            Todos se pasmaron, la gente dio un pequeño grito y se taparon la boca. Los hombres se quisieron agachar como si Selene estuviera a punto de lanzarles una piedra. Toda la multitud tuvo miedo, se abrazaron, excepto Noé que comenzó a reírse como sabiendo que se trataba de un vil truco para asustarlos.

            —¡Baja la mano, bruja, ya estás vieja para esos trucos! —le gritó.

            Entonces sucedió aquello que marcaría el inicio de todo, el cielo en su tempestad azul se transformó en un naranja tan intenso que todo lo verde de los alrededores se volvió rojo. Los pájaros dejaron de cantar y el viento se detuvo de golpe, hubo un silencio absoluto. Emilia observó el cielo fascinada, pensó en Efraín, si así era lo que él había visto antes de morir, si su castigo era desaparecer en las mismas circunstancias en que ella lo había obligado.

            Una parvada de cuervos salió de la nada, graznando y aleteando por todos lados, un ruido tan intenso que todos, incluso ellas se taparon los oídos. Un miedo paralizó a Emilia, pero luego se contempló una calma cuando el cielo regresó a su color original y los pajarillos comenzaron a cantar de nuevo. Todos bajaron sus brazos y comenzaron a dispersarse corriendo; Noé se quedó unos segundos, pero tampoco se quedó demasiado. El sol de pronto comenzó a apagarse como un faro que se queda sin energía y el cielo se tiñó con unas franjas de colores vibrantes verdes y azules, tan intensas como si se hubiesen robado la luz del sol.

            —Una aurora boreal —susurró Emilia—, nunca había visto una.

            Selene solo sonrío.