Capítulo 4: Un reloj descompuesto

Las luces del sol rebotaban sobre el parabrisas como pequeñas bengalas asesinas, insistían cada vez más y hacían del camino de Emilia, una tortura. De sus ojos, un ardor que expulsaba cortantes lágrimas de sal, mientras que el calor hacía de las suyas, y dejaba saborear aquella misma salinidad por cada una de las gotas de sudor que lograban entrar en su boca. Nunca sintió el tiempo correr tan rápido durante aquel viaje, ni siquiera con la velocidad a la que iba, simplemente era irreal, aunque en su momento lo dejó pasar como cualquier cosa sin importancia, al fin y al cabo, el mundo agonizaba y se despedía con una tarde de verano precoz.

            Cuando Emilia arribó a Xico percibió como el cielo resplandecía tan fuerte que le quemaba la vista, y luego se apagaba en una noche tan oscura que daba miedo volver a abrir los ojos. Aterrorizada, disminuyó la velocidad hasta ir casi a vuelta de rueda. Con los ojos entrecerrados y, a tientas, sacó de la guantera unos lentes de sol, contemplando claramente como el día y la noche revoloteaban en una danza peligrosa.  

            Sus manos temblaban con cada metro que avanzaba el coche, no deseaba ir más rápido y que un niño apareciera de la nada, pero por como se veía el cielo, el fin del que todos hablaban estaba cerca. Quiso de pronto meter el pie por completo en el acelerador, pero se contuvo cuando percibió que estaba siendo observada; los ojos de varias miradas caían sobre ella con fuerza, algunas desde las calles, otras desde ventanas altas que no habían alcanzado a tapar con maderas, y alguna que otra entre abría su puerta para señalarla sin apuntar con sus dedos.

            Todas aquellas personas, parecían tener algo en común, su edad; ni una sola de esas miradas pertenecía a algún joven o niño, eran absolutamente miradas seniles y apagadas, pero con un enojo que le daba tantos escalofríos que se decidió activar los seguros del coche antes de que pasara a más. Cuando menos se dio cuenta, había ido tan lento que el pequeño y amarillo Beetle se había detenido por completo, dejándola justa y pertinentemente en el centro del pueblo.

            Mientras las luces del cielo seguían tintineando, los ancianos comenzaron a asomarse cada vez más, incluso una serie de canticos y rezos invadieron rápidamente los alrededores como una plaga sin control; era tan abrumador que unos perros comenzaron a aullar, algunos incluso chillaban como si sufrieran o algo los aquejara. Emilia solo reaccionó, quizá con la razón en su máximo sentido, o por puro instinto de supervivencia, pero se olvidó de la tonta idea de atropellar a niños inocentes, encendió el coche y aceleró con rapidez.

            Ella requería respuestas, una razón lógica y congruente como todo lo que hacía funcionar la realidad de la vida misma; necesitaba calmar su alma y rellenar todos esos agujeros que se habían acumulado en su mente desde su llegada a Xico, y no importaba si Selene tendría las respuestas correctas, porque ahora su mayor miedo era que esta gente le hubiera hecho algo malo. Así que aceleró aún más, ya no quería seguir perdiendo tiempo.

             Durante los siguientes minutos, no hubo más ruido que el ajetreo del camino y el ruido del motor que revolucionaba a marchas forzadas, sin embargo, en su cabeza, allí si que había mucho ruido, ruido intentando revelar el porqué de su regreso a Xico; porque como un capricho, había vuelto a un pueblo maldito, por una mujer que apenas conocía, que le había pedido que no la buscara, y que le provocaba esa extraña necesidad de mirarla nuevamente a los ojos y querer comprender la vida como solo ella lo hacía. Tan enfermizo e irracional que le causaba un malestar tan solo de encontrarle una lógica.

            El enojó comenzó a apoderarse de Emilia nuevamente, odiaba tener esos pensamientos, odiaba que no podía ir más rápido, odiaba a Xico, y finalmente, odiaba que sus últimos meses se hubieran ido en preocupaciones, desdicha y soledad. Tanto era la furia que comenzó a apretar el volante, incluso si el dolor de sus uñas enterradas de la noche anterior se hacia presente, y entonces un ligero sabor a fierro envolvió toda su boca, agachó la cabeza y un desliz de sangre brotó de su nariz, pero ella decidió no limpiarse y seguir con la mirada firme en el camino, así hasta que logró dar con el árbol torcido.

            Aquella majestuosa alma del tiempo se encontraba en el mismo lugar, dividiendo el camino en dos y, con cada metro que se acercaba, se veía más grande e imponente. Por otro lado, una parvada de aves hizo elevar la mirada de Emilia, ahora no solo el cielo colapsaba entre el día y la noche, sino que también el viento amenazaba con llevarse todo a su paso, y allí fue cuando de pronto un rayo cayó directo en el viejo árbol torcido, casi podía jurar que lo había visto en cámara lenta, pero la realidad es que había caído en un instante.

            Él gran árbol se había partido en dos, más de lo que ya estaba, esta vez era seguro que no se salvaba. Emilia frenó el auto de golpe, miró como el calor hacía arder el tronco desde la raíz y como sus verdes hojas de pronto se volvían ceniza. Intento respirar hondo, pero el humo entró por todas las rejillas y ventilas del Bettle, como si el motor también hubiera recibido parte de ese estruendo. Rápido se limpió de la nariz una delgada capa de sangre e intentó prender el coche, pero estaba completamente apagado.

            Sus dientes comenzaron a rechinarle de lo fuerte que apretaba la quijada, tomó su celular y salió del coche, cerrando la puerta con odio. Caminó en círculos intentando respirar nuevamente, pero aquel olor a quemado hacía imposible tranquilizarla. Se detuvo y miró su celular unos segundos de los tantos que le había regalado, pero éste también yacía sin energía; así que, con todas sus fuerzas, lo aventó contra el coche; gritó y comenzó a patalear las defensas, el salpicadero y luego la puerta, tan fuerte que sentía las vibraciones y un malestar correr por sus piernas.

            Una vez que se quedó sin aire, entendió que el resto del camino lo haría a pie.

 

Qué escena aquella, la que sucumbía ante los brillosos y enrojecidos ojos de Emilia: un viento que no podía ver pero que hacía revolotear su cabello; un cielo descompuesto, y las aves a lo lejos que parloteaban como si se pusieran al día, mientras que los insectos se escondían bien adentro de la tierra. Ella, aturdida por la furia, lloraba internamente, como si le apenara que las aves se enteraran de sus problemas. Un paso adelante del otro, luego uno largo y después uno corto; entre más se alejaba del árbol calcinado, más ligera era su carga y se sentía como si apenas rosara el suelo.

            Destinada al fracaso, se quitó las gafas y las dejó caer como si nada; cerró sus ojos e intentó seguir el camino empedrado, como si se tratara de que sus sentidos la guiaran, aunque lo más seguro era que ellos no se fiaran de lo que sucedía afuera. De pronto una profunda tristeza le sopló a la cara e hizo que le dieran muchas ganas de llorar, entonces allí se quebró, como el árbol torcido, haciendo que desde sus entrañas brotaran todos esos sentimientos de melancolía que solía arropar con enojo.

            Se sentía como una niña asustada, una que extrañaba los abrazos de su madre y la protección de papá; quería retroceder hacia atrás, como acontecía en esas historias de viajes en el tiempo, y regresar a los pocos momentos donde se recordaba feliz y segura dentro de la cama con sus padres en aquellas noches de pesadillas; extrañaba recordar sus voces, los tonos con que la llamaban a desayunar por las mañanas. Solo recuerdos, nada de eso existía ya. Apretujó su rostro y comprimió su pecho, solo para que después brotaran unas lágrimas tan pequeñas como unas hormigas; entonces lloraba por no poder hacer nada, por ser una niña y no poder evitar que el amor de su familia fuera destruido por el miedo y la impotencia.

            Un aire tan limpio e irreconocible ventiló a Emilia con suavidad, abrió los ojos y el drama del cielo se había quedado por mucho atrás. Se detuvo un momento y se giró a mirar el largo camino que había recorrido; había en la lejanía, un horizonte que tintineaba como un foco parpadeando, pero sobre su camino hacia Selene, un cielo azul, extenso y vibrante verde sobre el horizonte. Miró sus manos y podía sentir que se movían con tanta fluidez y versatilidad, con tanta magia como nunca. Todo la hacía sentir expuesta y desnuda, como si el mundo comenzara a nacer en ese preciso lugar.

            Las lágrimas se escondieron y la calma le llegó poco a poco, hasta que éstas dejaron de caer. Siguió caminando, con un viento cálido en su contra, y sintiendo como a cada paso se le desentumían los dolores de los golpes que le había dado a su auto; y siguió así, disfrutando de el camino, hasta que miró una pequeña y simple choza de cañas que se escondía entre un par de enormes plátanos de hojas gruesas. Sin más, supuso que allí era donde se encontraría Selene, en este mundo opuesto donde la vida parecía tener sentido, ese lugar al que tanto le temían los pueblerinos de Xico.

            La ligereza de sus nuevos pasos la llevaron a encontrarse rápidamente con la puerta de aquella choza, recordó que estaba completamente desalineada, con la nariz llena de sangre seca y las mejillas de residuos de lágrimas; intentó limpiarse la cara a manotazos, luego reacomodó su pelo, dejándose un mechón detrás de la oreja y, finalmente, se sopló la nariz y ventiló sus ojos de cualquier indicio de sollozo. Levantó la mirada después de respirar hondo y, sin más, tocó a la puerta.

            Emilia supuso, o al menos recreó en su mente, una escena donde Selene la recibía con una sonrisa, con la mirada más dulce e inocente que pudiera darle, y después se mirarían incómodamente hasta que alguna de las dos dijera algo; incómodamente aquello no fue así, por el contrario, un rostro lleno de angustia se dejó ver frente ella.

            Allí estaba Selene, con una expresión irreconocible, las manos desnudas, sin aquellos guantes blancos, pero con el mismo vestido y cabello alborotado que tanto le había llamado la atención de ella.

            —Emilia…

            —Antes de que digas <<Emilia, yo te dije que no vinieras o Emilia, los pueblerinos son peligrosos>>, quiero que sepas que algo malo, muy malo, de hecho, horrible está pasando allá afuera. El cielo está… es como si fuera de noche y de día al mismo tiempo… y la gente en Xico…

            —Emi…

            —… los ancianos, había solo ancianos, rezos y murmullos… y salí de Xico, pero en la radio, los mensajes, todos dicen que el mundo… morirá… como el árbol torcido, le cayó un rayó que salió de la nada, y mi coche, mi coche murió como si…

            —Emilia… ¡Detente! Olvida todo eso, ¿esa sangre es tuya?, ¿te pasó algo?

            —¿Qué? ¡no, no, no! Me sangró la nariz de camino acá, no es nada grave, debe ser el calor, hace demasiado calor, bueno aquí es agradable, cálido, pero allá afuera…parece el mismo infierno saliendo del suelo.

            —Ven, entra, te daré algo para limpiarte.

La invitación de pronto transformó la expectativa de rechazo de otro de los escenarios que se había hecho Emilia, pero eso formuló unos nuevos, que se superponían unos sobre otros, como en aquel sueño donde los ruidos no permanecían en orden, ese era realmente el escenario en que vivía Emilia día con día; un absurdo e hipotético caso del síndrome del escritor, o eso era lo que le decía su abuela: <<Piensas tanto, mi niña, que si no existe, lo creas>>.

            La primera impresión de Emilia al entrar en aquella choza fue vigorosa; en ese lugar se respiraba y veía vida. Flores de diversos colores, grandes y pequeñas, en tantas macetas que parecía un invernadero; lo que no tenía colores como los arcoíris era verde, pero de un verde tan tierno que parecía estar barnizado; pero, lo que realmente llamó su atención, fue ver pequeñas macetas con ramas llenas de flores moradas, casi como pequeños arbolitos que se negaban a crecer.

            —La jacaranda de tus abuelos es la única en Xico.

            —Sabía que había visto esas flores en algún lado.

            —Pues eres muy mala observadora para ser una escritora.

            —Pues… es la primera vez que veo tus manos… sin esos guantes, aunque supongo que aquí hace demasiado calor para usarlos, como sea… ¿Mis abuelos te dijeron que escribo?

            —No, yo… ellos no… pero vi tu libreta de apuntes… no es que haya querido leer, es solo que estaba abierta entre el desorden…

            —Sí, olvidemos esa parte, no suelo ser así, soy organizada y todo eso, solo que ese fue mi día de descanso obligatorio.

            —Bien, siéntate, aún tienes sangre en la cara —argumentó Selene.

             Ella accedió y se sentó en una cama individual con sábanas del color de la ropa de los pueblerinos, lo que, por cierto, le dio mucha curiosidad.

            —Es…

            —No me juzgues, es el único color que había en la tienda, y prácticamente fue un regalo.

            —Pensé que los pueblerinos te temían, no te regalaban cosas por voluntad.

            —No todos, te sorprenderá, pero fue un regalo de Noé.

            —¡¿Noé?!

            Selene se acercó y se sentó al lado de Emilia, había agarrado un pequeño tazón con agua y un trapito que empezó a humedecer. Las miradas por aquel momento parecieron discordar, pero en cuanto Selene acercó el trapito al rostro de Emilia, volvieron a crear esa sensación que ésta no lograba comprender, tan rara y mágica, como desconcertante e inoportuna.

            —Sí, ese mismo.

            El agua fresca del trapo recorrió primero la mejilla derecha de Emilia, quiso quedarse callada, y disfrutar de la frescura y delicadez con la que Selene presionaba, intentando limpiar los residuos de sus lágrimas secas; pero como siempre, el miedo de dejar que las cosas fluyeran le hizo seguir hablando.

            —¿Por qué el hombre que incitó una horda de gente enfurecida te regalaría sábanas? Lo vi tirando las flores que me diste y luego las… oh, espera —hizo una mueca nauseabunda y guardo silencio antes de continuar—, le gustas, ¿verdad?

            —Alguna vez —desvío le mirada mientras bajaba el trapo y lo humedecía de nuevo.

            —¿Cuántos años tiene? Es… digo, hasta su yegua parece querer morirse que ser parte de su propiedad.

            —Emilia, no sigas—reprochó Selene—, él, no es tan viejo como se ve, alguna vez fue joven.

            —Sí, y tú una niña.

            Selene levantó la mirada y comenzó a limpiar por debajo de la nariz de Emilia, y aunque trató de no cruzarse de nuevo con la mirada de ésta, no tuvo elección.

            —Lo que viste allá afuera, la gente en Xico, el tiempo allí y sus alrededores es… diferente, quizá la gente tiene razón al temerme.

            De pronto la voz de Selene comenzó a apagarse, a perder ese tono enérgico con el que solía pronunciar cada palabra; eso provocó que Emilia se sintiera culpable, pero también necesitaba entender todo lo que giraba alrededor de este nuevo y desconocido contexto.

            —Explícame entonces —le susurró Emilia.

            —No tiene caso, Emilia, nunca tiene caso. Lo mejor es disfrutar del tiempo que se nos regale.

            —¿Cómo que no tiene caso? ¿Por eso no te sorprende lo que te dije? Ya sabes lo que sucede, pero no quieres decirme.

            —No es que no quiera…

            Selene se puso de pie, le entregó el trapo y se alejó hacia la ventana, parecía triste y de pronto se veía tan agotada. Emilia la siguió, dejó todo en la mesita de madera descarapelada y la acompañó a su lado; se quedaron allí calladas, escuchando sus respiraciones y el trinar de las aves de fuera. El nerviosismo de Emilia, por primera vez, no quiso interponerse y, suavemente, rozó su palma extendida sobre los dedos de Selene, quien elevó rápidamente la mano, solo de esa manera pudo traerla de vuelta.

            —Desde pequeña he sido muy curiosa, sentía que la vida era siempre un misterio, que algo o alguien me escondía algo. Cuando mis padres me leían, sentía que todas esas dudas lograban tener respuestas y, cuando no lo hacían, yo las inventaba; por eso fue que comencé a escribir. Luego mi papá enfermó, comenzó a escuchar voces, tener sueños raros… —tomó un largo suspiro—… lo tuvieron que internar. Una vez escuché a mis abuelos susurrar que la maldición estaba alcanzando a mi papá, yo era apenas una niña y escuchar eso… le tenía miedo a mi papá… de que fuera el diablo o algo así, no quería visitarlo con mamá.

            —Emilia, no tienes que contarme todo eso…

            —Escucha, por favor.

            Selene dio un paso y acercó suavemente el dorso de su mano sobre el brazo de Emilia, sonrío y asintió con la cabeza. Ninguna dijo nada por unos segundos después de aquel fugaz y eterno momento, hasta que Emilia respondió con la misma sonrisa; la cual se opacaría al proseguir con su historia.

            —La primera vez que oí de Xico fue cuando tenía 8 años —continúa Emilia—, yo estaba en la sala dibujando cuando llegaron mis abuelos, le dijeron a mi mamá que llevarían a papá a Xico, que solo así sanaría. Me dejaron con una vecina aquella noche, nadie quería que fuera y yo no quería ver al “demonio de papá”. Al otro día llegaron mis abuelos, tenían la cara tan roja de tanto llorar, vestían de negro: papá y mamá habían muerto.

            —Es… lo siento tanto…

            Los ojos de Emilia dejaron brotar unas cuantas lágrimas que no tardó en secarse con la palma de la mano.

            —No me lo explicaron bien en ese entonces, pero años después supe que se habían ido los cuatro en una camioneta cerrada, que todo iba bien hasta poco antes de llegar a Xico; entonces mi padre perdió la razón y tuvieron que parar, mis abuelos intentaron tranquilizarlo, pero se bajó. Mamá corrió tras él y en un descuido, él la empujó con tanta fuerza que nunca se volvió a levantar y, cuando él supo lo que había hecho, solo se tiró a la carretera, entre todos esos autos.

            Emilia se alejó un poco, se agarró la cabeza y cerró los ojos.

            —A lo que voy —retomó—, he sabido de la existencia de Xico desde pequeña, incluso he investigado en internet y no es más que un punto olvidado que ni siquiera aparece en la mayoría de los mapas; pero lo que realmente importa es que odio este lugar más que a nada en la vida, ¡lo odio! Y al mismo tiempo le tengo tanto miedo. Mis abuelos nunca quisieron que viniera, pero ellos venían como si aquí hubiera un paraíso de margaritas y vendedores de tiempo compartido; y luego cuando mueren, quieren que venga, ¿qué sentido tiene eso? Así que no me niegues querer saber lo que pasa aquí, la historia de este lugar, la razón por la que papá se desquició… la razón de toda mi vida.

            Selene guardó silencio, se sentía atacada pero convencida de las palabras de Emilia.

            —Ellos, tus abuelos no querían que vinieras porque yo les dije que no quería verte, que nunca te trajeran.

            —De… ¿de que hablas? Ni siquiera me conocías.

            Selene se recargó sobre la pared, desvió la mirada hacia la ventana y entrelazó los dedos de sus propias manos para controlar el temblor que le provocaba la situación.

            —Quizá no en esta vida, pero sí que te conozco.