Capítulo 1: El exilio

 

“El sol había invadido por completos los horizontes, quemando hasta el más pequeño ser vivo. Los más grandes y viejos árboles habían sucumbido ante la ola de calor, quedando reducidos en un montón de cenizas. La oscuridad trotaba por el viento, el aire era irrespirable, haciendo que los humanos se sofocaran hasta su muerte. Nadie podía escapar, quienes morían calcinados gritaban, quienes morían sofocados manoseaban, todo moría. Ni fuerte, ni débil, nadie que pisara el exterior lo lograba. Incluso, Efraín. Él veía a través de su gruesa y protegida ventana, consciente que si habría la puerta moriría al instante; pero que, si se quedaba dentro, moriría de soledad. Resignado, abrió la puerta y dejó que el abrumador fuego se lo llevara para siempre, dejando sus recuerdos volar junto con las cenizas; dejando el pasado en un presente sin futuro.”

 

Emilia había repasado tantas veces ese último párrafo, se sentía como un ave en plena cúspide, y de ninguna forma lograba entender cómo es que había sido un terrible final para Efraín, y por consecuente, para ella. Apagó el audiolibro y se detuvo un momento, volvió a mirar el gps y efectivamente, estaba perdida, en algún punto se había quedado sin internet. Se bajó del choche y miró la nada a lo lejos, solo un largo camino de terracería de horizonte a horizonte. Quiso refunfuñar, pero recordó que, como buena adulta, debía evitar todo tipo de rabietas.

            Sabía también, que, si regresaba, era de vuelta a la ciudad, donde el caos le perturbaba hasta la última membrana de su cordura; pero que, si seguía adelante, aunque no encontrara el camino a la cabaña, se encontraría lejos de todo el dolor de su alma. Subió de nuevo al coche, movió la palanca de freno y prosiguió por el polvoriento camino. Así, por casi dos horas más, logró dar por lo que parecía la entrada a un pequeño pueblito, el pueblito del que sus abuelos hablaban, el pueblito donde se habían conocido y enamorado. Sorprendentemente, la descripción de sus abuelos sobre aquel pintoresco lugar, no tenía una sola pincelada de parecido.

 

Bienvenidos a Xico, pueblo padre del Haké amor, la familia y tradición”.

 

            El coche desaceleró, y un viaje en el tiempo entró por sus pupilas. Extrañamente la gente parecía vestirse sin ningún tipo de estampado: los hombres vestían simples camisas, sacos y pantalones que oscilaban entre tonos cafés, grises y azules; mientras que las mujeres, sin excepción, vestidos color arena. Las casas, los edificios, en su mayoría sin pintura, llevaban por fuera letreros que postulaban el tipo de negocio; como si incluso las estructuras no tuvieran personalidad. “Librería” “Sastrería” “Banco” “Tienda de básicos” … todo y cada uno de los letreros que leía le sacaban una sonrisa, absurdamente, pensó que en algún momento leería uno que dijera “Cabaña de los abuelos de Emilia”.

            Como si las cosas no fueran más raras para la forastera, se detuvo cuando cruzaron por una calle un par de niños con paletas de colores, de esas grandes y circulares que comía de niña, pero al mismo tiempo, una madre molesta las tomaba y se las tiraba al suelo, haciendo que los niños lloraran charcos y charcos de lágrimas; la señora, con un original vestido color arena, parecía querer explotar, envuelta en rabia, solo para luego mirar a su esposo y contagiarle el mismo sentimiento. Luego, ambos miraron a Emilia, quien solo giró la vista como si estuviera buscando entre sus cosas.

            Entonces descubrió algo, había semáforos, pero todos, y cada uno, estaban apagados, envueltos en cintas o cubiertos con aerosol; pero lo más extraño, es que por más que se esforzara no encontraba ni un solo automóvil. ¿Qué sucedía aquí? ¿realmente había viajado en el tiempo? Eso tenía sentido para ella, quizá su agonía le había llevado a perderse en sus recuerdos, a tergiversar las historias que sus abuelos le contaban sobre Xico antes de dormir. Volvió a poner el coche en marcha, y conforme avanzaba solo notaba más gente mirándola, parecían todos estar enojados, como si supieran que no pertenecía a ese lugar.

            Bueno, quizá esa parte no era del todo difícil de atinar, pues su pequeño y amarillo Beetle era demasiado para la gama de colores pueblerinos, eso sin asumir que se trataba del único coche en el pueblo. Con miedo, se miró de pronto la ropa que llevaba puesta, una sudadera con colores y estampados de flores, aquel día había sido uno con muy mala suerte para intentar alegrarse el camino usando ropa colorida. Emilia aceleró, lo suficientemente rápido para adelantarle el paso a los ciudadanos, pero no tanto como para perder la calma, así hasta que encontró un hombre viejo a la orilla de un solitario baldío.

            El señor se encontraba intentando reparar una vieja carreta a la que se le había salido una rueda, su igual de viejo caballo aguardaba a ponerse de nuevo en marcha y comía pastizal como si aquel fuera su último día de vida.

            —Disculpe, lamento molestarlo, estoy buscando la vieja cabaña de los Verni.

            —¿Verni?

            —Sí, Verni, son mis abuelos.

            —¿Los Verni?

            —Esos mismos.

            —Verni… ah muchacha, ¡los Verni! —el señor se acercó a la ventanilla de Emilia y la miró con asombró, parecía querer tocarle el rostro—, igual que su abuela, qué chula era —luego comenzó a reírse a carcajadas, dejando a la vista sus únicos dos dientes medios podridos—, que bueno que no se parece a su abuelo, él sí que era feo como el estiércol de mi potra.

            —Entiendo, pero entonces… ¿si los conoció?

            —No. Bueno, la gente no los quería. Demasiada alegría. Esa cabaña se la vendió mi tata a tu abuelo. Luego se fueron, y la cabaña se quedó. Qué gracioso, ¿verdad?

            —Miré, tengo entendido que mis abuelos venían a menudo, de vacaciones, supongo, y cuando ellos murieron aparecí en el testamento. Sería tan amable de decirme cómo puedo llegar. Llevo horas manejando y solo quiero tenderme sobre la cama.

            Al viejo se le iluminaron los ojos, sacó su lengua y la pasó por sus labios, Emilia quitó lentamente el freno y puso el pie sobre el pedal.

            —Por su puesto, nada como dormir en una cama limpia. Mire muchacha, se sigue todo derecho, como media hora, encontrará un viejo árbol, le cayó un rayo al desgraciado, está todo torcido pero vivo y verde. Allí hay dos caminos, se va por la derecha, se sigue otra media hora, y allí estará la vieja cabaña de los Verni.

            —Bien, eso me ayuda muchísimo, de verdad se lo agradezco —Emilia le sonrió casi sin voluntad, y justo antes de acelerar el hombre la tomó del brazo.

            —Pero muchacha, dos cosas, tenga usted cuidado. Primero, no maneje de noche, los caminos son confusos, harta neblina y zanjas profundas, pantanos y coyotes. Segundo, nunca vaya por el camino izquierdo del árbol torcido, no querrá encontrarse con la bruja. Nadie quiere encontrarse con la bruja, por eso no va a ver ninguna alma por aquella zona, estará bien sola.

            —¿Bruja? Interesante, bueno, pues soledad es lo que busco, sin ofender.

            Emilia le sonrió y aceleró en cuanto el viejo la soltó. El chirrido del motor atemorizó a lo lejos el pueblo, miró por el retrovisor y el viejo le sonría de oreja a oreja. Se enojó consigo misma, porque entre toda la gente, se había topado con aquel viejo, cerraba sus ojos y solo recordaba esa podrida sonrisa. Luego estaba la bruja, ¿una bruja? Bueno, un pueblo como ese, atemorizado por una bruja, justo en ese momento, no parecía una locura; puede que incluso pensaran que ella misma se tratara de una bruja en turno.

            Poco después, tal y como lo había previsto el viejo, se encontró frente a un enorme árbol torcido, partido en dos, con las entrañas negras y carbonizadas, pero con el exterior verde y frondoso, como si se negara a morir. La luna, por su parte, comenzaba a hacer su triunfante aparición, y si el viejo tenía razón con lo del árbol, era posible que también con lo referente a los peligros nocturnos. Sin perder tiempo, pisó el pedal hasta el fondo y giró a la derecha, y tras una media hora más de hacer carreritas con la noche, logró avistar a lo lejos una pequeña cabañita de madera.

            La luna había llegado antes que ella, la madera desgastada de las paredes exteriores reflejaba tenuemente la luz de la noche, haciendo que un majestuoso brillo revelara aquel lugar entre todos los matorrales y árboles frondosos. Estacionó el pequeño Beetle no muy lejos de la cabaña, debajo de un árbol con brazos largos y hojas gruesas, suficientemente bueno para proteger su coche si es que llegaba a llover. Encendió la linterna de su celular, y temerosa, comenzó a recorrer el lugar hasta llegar a la puerta de la cabaña. Estando cerca, pudo mirar como la madera había desprendido una pequeña capa de resina sobre la superficie, resolviendo la interrogante del reflejo que causaba la cabaña y la luna.

            Metió la mano entre el bolsillo de la sudadera y allí estaba, la llave que le habían dejado sus abuelos; observó por un instante la llave, de cual colgaba un llavero de una nave espacial color morado. Rememoró el momento en que abrió el sobre y lo miró, fue lo más cercano a ese sentimiento del que hablan, del amor a primera vista, amaba ese llavero, pero no tanto como la nota que dejaron sus abuelos: “tú también puedes llegar a la luna”.

            Aquella añoranza la hizo sentir bien por unos segundos, pero luego todo se volvió melancolía, porque con la muerte de eso dos seres tan amados, había perdido a toda su familia; entonces recordó lo sola que estaba, y que lo único en lo que era buena ahora ya no tenía sentido. El mundo la había abandonado por completo, incluso su pasión por escribir. Trató de reincorporarse al mundo real, donde las naves solo llevan astronautas a la luna; tomó la llave y la introdujo en cerradura, pero se quedó allí un rato, imaginando si adentro sería como sus abuelos le habían contado, o si todo se volvería una vieja y sádica versión del pueblito de Xico.

            La primera impresión de Emilia la saturó con escalofríos y bellos erizados, el lugar se veía abandonado y polvoriento, y aquella luz fría de su celular no ayudaba en nada. Definitivamente tenía miedo, miedo que al girarse se encontrara con el viejo de la carreta, con su sonrisa carcomida; por suerte, antes de que esas imágenes lograran perturbar su mente, miró la inconfundible y roja lámpara de gasolina justo al lado de un librero de estantes vacíos. Aquella lámpara le trajo malos recuerdos, la última vez la había visto en casa con su abuelo, y este le había intentando enseñar a usarla cuando tenía apenas 6 años <<Te voy a enseñar a usar el quinqué de la abuela y el abuelo>>. Luego, de la emoción de ver esa mágica figura roja que danzaba, había tocado sin pensar la pantalla caliente, provocando que llorara por horas y que la abuela regañara al abuelo. Después de eso jamás supo dónde había terminado tan mágico artefacto.

            Sacó un pequeño encendedor verde del bolsillo de su pants, reajustó la lámpara, y con la poca gasolina que tenía, logró encender una pequeña llama que iluminó la mayor parte de la habitación. De pronto, la esencia fría y aterradora del lugar se transformó en calidez; la capa anaranjada de la luz repartió un confort que la hizo perder un poco de ese miedo irracional a la oscuridad. Observó todo, ya no parecía tan aterrador, ni siquiera se veía tan polvoriento, y los muebles se veían tan acogedores. Subiendo las escaleras, lo primero que buscó fue el cuarto principal, una cama grande para un pequeño matrimonio, con dos mesitas de noche a sus lados y una gran ventana que dejaba entrar toda la luz de fuera; todo estaba hecho de madera, y los más seguro era que su abuelo se hubiera encargado de hacerlo él mismo.

            Regresó al Beetle, recogió las almohadas, enlatados, cobijas y demás chacharas que pensó necesitar, dudo un poco de dejar su coche así a la intemperie, pero no tenía otra opción. Miró a los alrededores y la noche se veía bastante amigable, excepto por el pensamiento recurrente de la llegada del viejo de la carreta; entonces, cuando terminó de bajar todo, cerró la casa con llave y puso los seguros de las ventanas. Quizá ahora estaba segura, pero no dormiría del todo bien, ella lo sabía; en nada se comparaba la fortaleza que tenía de casa en la ciudad, con todas esas bardas altas y alarmas de seguridad.

            Era la millonésima vez se preguntaba por qué sus abuelos nunca la habían llevado a ese lugar, ni dicho que solían regresar a menudo, solo para luego heredársela de buena fe. Dejando de un lado todas esas dudas que tenía, comenzó a acomodar la cama, darle una pequeña limpieza exprés, apagó el quinqué, se quitó únicamente los tenis, y luego se acostó sin más; expandió sus brazos y piernas tanto como pudo, el cansancio comenzaba a hacer estragos en su cuerpo. De reojo miró la ventana, la franja de luz entrando se veía como si ya estuviera soñando, era casi irreal; se quedó así, mirándola hasta que sus párpados ganaron kilos y kilos de peso, y entre que dormía y no, se sintió culpable.

 

El bufar de un caballo, el graznido de un cuervo, el ladrido de un perro, el chirrido de una cigarra, un árbol crujiendo, un trueno, y el balido de un ciervo agonizando. Todos esos sonidos se atiborraron la cabeza de Emilia, en un sueño que no tenía imágenes, donde solo había oscuridad completa, donde solo había frío. Los sonidos iban y venían, se cruzaban, se apelmazaban, jugaban y se escondían de sí mismos; la querían volver loca, la querían desquiciar. Al fondo de la oscuridad estaba Efraín, perdido, de espaldas, solo, porque Emilia lo había obligado a salir de su casa, el único lugar seguro de la tierra. Emilia se reincorporó al sueño, su cuerpo caminaba hasta donde estaba Efraín, y por más esfuerzos que hiciera al gritar su nombre, los sonidos apelmazados no dejaban que él la escuchara.

            Se acercó mucho más, pero él no se movía, entonces le dio la vuelta, estaba allí sin moverse, parado, mirando a la nada, sin expresión, con los ojos quemados, carbonizados; tenía un hueco enorme en el pecho, le salía sangre por montones, pero el parecía no estar sufriendo. A Emilia le dieron ganas de llorar al verlo así, porque, aunque Efraín no tenía vida, podía sentir su dolor, su agonía, su miedo, y ella había sido la culpable. Quiso acercarse y abrazarlo, pero la mano izquierda ya la tenía ocupada, allí yacía el corazón de Efraín, que latía lentamente.

            Un latido violento en su pecho levantó de la cama a Emilia, se sintió aturdida y demacrada por el sueño que había tenido, estaba temblando de frío, incluso con el sol entrando por la ventana. Se tocó el pecho, sus latidos parecían trabajar como todos los días, se levantó y se cubrió con una frazada, miró en su entorno, todo había cambiado de color y tenía vida, la madera se veía tan amarilla, el polvo brillaba con los reflejos del sol, y la cama parecía querer invitarla a dormir de nuevo. Pero lo que realmente llamó su atención aquella mañana, fue escuchar una voz cantando a través de la ventana.

            Aún temblorosa, se acercó, miró como un amplio espectro de flora recubría todo el horizonte de ese lado de la cabaña; flores de todos colores y un pasto tan verde que parecía estar plastificado. El cántico seguía, pero no lograba identificar de dónde, hasta que abrió la ventana y se estiró lo más que pudo y, bajo un árbol de flores moradas, se encontraba la silueta de una chica de vestido y guantes completamente blancos: <<Chiele, nola tem pere, ansulumtu entrei cuajal inte sulu malun malun>>, repetía una y otra vez con un suave y afinado tono que parecía querer hipnotizarla. Se acomodó aún más y la miró más a detalle; miró su cabello cenizo y alborotado, con flores y pedacitos de paja por todos lados, era irónico ver a alguien así, sobre todo después de conocer al resto de la población de los alrededores.

            Emilia quería conocerla, pero se había prometido que no habría interrupciones en su proceso creativo, que se dedicaría a escribir y no se distraería con cualquier cosa; pero luego la chica se giró, se miraron; Emilia no hizo nada, pero la chica le sonrió y la saludó desde lejos, y con un ramo completo de flores entre la otra mano, le hizo una señal para que bajara. Emilia, desconfiada como siempre, lo dudo, y negó con la cabeza, pero la chica insistió y comenzó a caminar hacia la entrada de la cabaña. Entonces Emilia se puso nerviosa, buscó un espejo e intentó acomodarse el cabello, corrió en busca del baño, dejó caer la frazada, regresó por ella, la tiró sobre la cama, buscó en su mochila su cepillo de dientes, volvió a buscar el baño, abrió una puerta, pero no era el baño, abrió otra y tampoco era el baño, y así hasta que lo encontró.        

            Sacó el cepillo, le puso pasta y luego se dio cuenta que no había agua, regresó a su mochila, sacó una botella de agua, regresó al baño, se golpeó el dedo pequeño del pie, gritó, comió un poco de pasta, se lavó los dientes, luego la cara, regresó al cuarto, se puso sus tenis, y finalmente, escuchó que tocaron a la puerta. Bajó casi corriendo, y antes de abrir, intentó recuperar el aliento citadino. Cuando al fin abrió la puerta, no pudo evitar concentrarse en esos singulares ojos color miel, en esa sonrisa de labios rosados y ese cabello perfectamente alborotado. Ambas se sonrieron, pero quien abrió la conversación fue la visitante de aspecto celestial.

            —Bienvenida, tenía bastante tiempo que no veía esta casa con alguien dentro, a excepción de Lorax, claro, a veces logra escabullirse y no sé como lo hace; por cierto, soy Selene, no es mi nombre en realidad, pero es el que me pusieron, me enamoré de él, y no quise llamarme de otra forma. Lo siento, hablo mucho, no siempre, solo cuando me emociono por ver gente nueva. La pareja de ancianos que solían venir me dijo que tenían una nieta… Por los Santos Dioses, dime que tú eres esa nieta.

            Aquel elocuente monólogo había hecho que el cerebro de Emilia colapsara, y ver tanta efusividad la habían retraído un poco, de hecho, se encontraba intimidada, y quería preguntarle quién era Lorax, si sus abuelos la habían conocido, qué sentido tenía lo de su nombre, y por qué se refería a tantos Dioses; sin embargo, solo puedo responder a lo último que Selene preguntaba.

            —Sí, debo ser ella. Me llamo Emilia, aunque a mí sí me gustaría llamarme de otra forma…

            Antes de que el dialogo prosiguiera, el bufar de un caballo las interrumpió, y no muy lejos la carreta del viejo se acercaba rápidamente. La expresión de Selene fue de molestia, pero en cuanto el viejo llegó a la puerta, volvió a sonreír, aunque para lo que vio Emilia, de manera forzada.

            —Venía a ver cómo había llegado, ¿pasó bien la noche? —preguntó mientras miraba a Selene con una mirada de furia, casi como la de la señora de los niños de las paletas.

            —Sí, todo bien, no tenía por qué venir hasta acá, apuesto que lo extrañan en Xico— le respondió Emilia sarcásticamente.

            —Solo quería comprobar que no tuviera malas compañías —recalcó mientras seguía intimidando a Selene con la mirada.

            —Noé, si tienes algo que decirme… solo dilo —contestó Selene sonriendo.

            —Bueno, en realidad, sí, creo que ya habíamos hablando sobre ir al pueblo y repartir golosinas a los niños. La gente no está contenta y yo no voy a salir a defenderte esta vez.

            —Solo son dulces, esos niños viven en un mundo acartonado y triste, necesitan algo de color en sus vidas.

            —Lo que necesitan es que te alejes, y que te alejes de aquí también.

            La conversación entre ambos se volvió tan tensa que Emilia comenzó a toser de nervios, recordando que seguí teniendo frío. Los tres se miraron. El viejo, ahora Noé, la miró preocupado, y Selene se limitó a sonreír.

            —Será mejor que me vaya, pero si necesitas algo, puedes encontrarme a la izquierda del árbol torcido.

            —Dudo que tenga que ir algún día por allí —contestó el viejo Noé, luego Selene le dio unas flores a Emilia y se retiró tarareando la misma canción—. Muchacha, otro consejo, aléjese de esa mujer, ella trae mal, ella es el mal. No es lo que parece, y no tome nada de ella. Nada —replicó enojado y le arrebató el manojo de flores de las manos, solo para tirarlo lo más lejos posible.