Capítulo 4: Una Bruja, Una Bengala y unos Muertos

La noche parecía desierta, los gritos de Victoria eran lo único que acompañaban el sonar de los pequeños insectos nocturnos; intenté controlarla, pero sus pupilas estaban tan dilatadas como un gato cuando se encuentra excitado. Todo se salió de control tan rápido que no me quedó tiempo de analizar lo que sucedía, de decirle algo que realmente la calmara, luego entre manotazos y gritos, sentí un golpe sobre la nariz, tan fuerte, tan abrumador que parecía casi ensañado. Me agarré la cara por instinto, comencé a marearme, todo alrededor se movía, y los gritos de Victoria cada vez más lejos. De pronto desperté.

            ¿Me había desmayado? Posiblemente esa era la respuesta más obvia, ¿cuánto tiempo? No mucho, aún la luna permanecía en su misma posición sobre el reflejo del lago, y allí se veía mi cara, hinchada y roja, con un dolor insoportable cada que intentaba hacer alguna mueca; me encontraba un poco desconcertada pero sabía que tenía que buscar a Victoria, así que sin perder tiempo me lavé la cara y comencé a gritar su nombre, para mi mala suerte nunca respondió, y eso comenzó a ponerme nerviosa, porque si todo esto se trataba de algún animal que se la había llevado, qué podía hacer yo.

            Lo único que podía hacer era ir a la playa, el único lugar del cual conocía el camino. Haciendo caso a mis instintos, regresé a la fogata, enrollé una camisa en el palo más largo que encontré y le prendí fuego, mi antorcha improvisada, pensé. Algo habré hecho mal, o simplemente la realidad superó mi ficción, porque el fuego se comió la prenda tan rápido que el palo comenzó a incendiarse a la mitad de mi camino, el calor me llegó a la mano y tuve que soltarlo y en cuanto se fue el fuego, la luz de la luna se volvió mi única alternativa.

            La jungla estaba en mi contra, se comía toda línea de luz que lograba trasminarse, y en algún momento me quedé casi a oscuras. Un miedo irracional empezó a subirse por mi estómago, la oscuridad y la noche se reían tras de mí, como en esa escena de Blanca Nieves y los árboles espectrales. Cuando la poca luz desapareció, me pasmé y luego giré un par de veces intentando recordar si la dirección era la correcta; todo se veía igual, todo era ramas y oscuridad, mi brújula natural había perdido la razón, por suerte, el ruido de las olas que se escuchaba tenuemente a lo lejos como un susurro, fue mi salvación.

            Retomé el camino, pero entre la oscuridad, nada era seguro. Entonces escuché la voz de esa mujer, el mismo tono del grito de la primera noche, solo que esta vez no gritaba, se reía; un par de ramas se movieron bruscamente y fue todo, mi piel se electrificó y salí corriendo, sin cordura, sin temor a caerme en un agujero y romperme una pierna, solo corrí. El tiempo se vuelve una miseria cuando disfrutas algo, eso sin duda, pero al correr por tu vida es como alargar el tiempo, una eternidad, y a cada paso, más lejos, todo se vuelve difuso, irreal.

            Llegué a la playa sin mirar una sola vez hacia atrás, los músculos de mis piernas, tensos y temblorosos, querían salirse de mi cuerpo; ya no sabía qué había escuchado allá adentro, pero lo que veía acá afuera era mucho peor. Muchos de los cuerpos ya no estaban, ni el señor del pene flácido, la niña de la cara sumida o la azafata con miembros inversos, a lo mucho, tres o cuatro esparcidos por toda la playa, tan lejos los unos de los otros, y como si no fuera peor, los ojos los pájaros blancos de ojos saltones parecían haber absorbido los destellos de la luna; sobre los cuerpos dispersos, esos ojos saltones me observaban, analizaban cada gota de sudor que recorría mi frente.

            Di un paso hacia atrás y todas las aves se movieron, me paralicé y observé sus picos ensangrentados, llenos de pus y residuos de muertos, di un paso más hacia atrás, y comenzaron a levantar sus alas, sabía que querían volar, que esperaban corriera para perseguirme, para sacarme los ojos y beberse mi sangre fresca y cálida. Di otro paso, las aves comenzaron a graznar como locas, poseídas, sus ojos se tiñeron de rojo y se clavaron con los míos, mi corazón golpeaba mi pecho desde adentro, solo quería cerrar mis ojos y que desaparecieran, se callaran; solo quería pensar en ella, en sus suave aroma a cerezas, sus labios carnosos, sus tatuajes sobre las yemas de mis dedos… sin embargo, parecía que mi muerte había llegado en forma de pequeños y letales plumíferos blancos de ojos rojos.

            Sin dudarlo un segundo más me giré y empecé a correr sin ningún rumbo, huyendo y sin mirar atrás. Toda la adrenalina parecía haber caído sobre mis piernas, y aunque aún estaban temblorosas, se movían entre piedras y fango como si fueran las de una atlética deportista. Los graznidos de las aves comenzaron a perderse mientras me adentraba más en la selva, me sentí tranquila por unos segundos, pero el grito de la mujer volvió a acompañarme de entre las sombras. Me detuve de golpe, el sudor que parecía hervir sobre mi piel de pronto comenzó a helarme, tenía miedo.

            Los gritos de la mujer se sentían cada vez más cerca y no sabía hacía dónde ir, había perdido la brújula y el lago parecía solo un sueño lejano. El grito volvió a resurgir de entre las ramas, ahogado, chillante, con dolor… venía de todos lados, me rodeaba; unas pequeñas palmas se movieron y la vi, era una mujer desnuda, vieja, encorvada y con la cabeza chupada; su melena se esparcía como electricidad, como alambres perdidos por todo su cuero cabelludo, incluso, había partes sin él, llenas de gusanos que revoloteaban unos sobre otros.

            La sangre en mi cuerpo se volvió densa y el aire se me evaporó de pronto, me sentí como flotando, sentía como todo se veía borroso, negro y el sonido de todo se alejaba esta vez de mí. Sabía muy bien que si me desmayaba allí todo había acabado, que si no eran los pájaros sería esta horrenda mujer que se retorcía paso a paso. El sonido de sus huesos rompiéndose en cada movimiento retumbaban en mis oídos como si estuviera a un costado, incluso su pútrido aliento podía sentirse a metros de mí, pero supe que estaba más cerca de mí de lo que parecía, cuando la brisa de ese aliento sopló sobre mi mejilla. Entonces seguí corriendo, borracha por mi propia sangre, agarrándome de las plantas y palmeras para no caer, pero en algún momento solo me quedé dormida.

 

La voz de Victoria llegó a mi como un eco metálico, sentía la espalda como si alguien la arañara y mis brazos a jalones querían ser arrancados. Lo primero que vi fue la luna, tan blanca que ocupaba todo el cielo, y luego vi el rostro en picada de Victoria. No había ningún misterio, me estaba arrastrando entre medio del fango y la tierra, luego solo dejo de arrastrar y me recargó contra algo frío. Me miró y comenzó a decir cosas que no lograba escuchar del todo, sus pupilas eran igual de grandes que antes, como si la misma oscuridad de la noche le arrebatara la poca luz que le quedaba sus verdes ojos; sus labios estaban blancos y secos, y sus mejillas tan rojas que parecía como si la sangre recorriera su piel por fuera. Quise detenerla, que me abrazara y se quedara conmigo hasta que la mujer horrenda desapareciera con la llegada de la luz del sol, pero no pude, se fue y me dejó sola.

            Un poco después comencé a recobrar la postura, miré a mi alrededor y la escena era impresionante, Victoria me había recargado en lo que parecía ser la cola del avión que había sido arrancada cuando la explosión se llevó a la mitad de la tripulación. El pedazo metálico estaba todo destartalado y quemado, a su interior, un par de esqueletos totalmente calcinados, quienes mágicamente aún se encontraban sentados tranquilamente. Quería llorar, quería gritar, quería sacarme todos esos sentimientos incrustados en mí como bacterias todas revueltas.

            —Con esto nos defenderemos —tomó mi mano y me dio una pistola de bengala. Asustada, salté y la dejé caer—, si no la quieres…

            —¡Regresaste! —la abracé con todas mis fuerzas, se encontraba temblando y su frente sudaba sin parar—, ¿Victoria? Escúchame, ¿estás bien? —insistí, pero ella no estaba escuchando—, hay algo allá afuera, vi una mujer, era horrible —le dije.

            —Brujas, son brujas —me dijo apresurada y se metió a la cola del avión a buscar algo.

            —No creo que sea una bruja… y si es… ¿y si es alguien del avión?

            —¿Por qué no la ayudaste? —me respondió cortante y dándome la espalda.

            —¿Qué? ¿Qué dices?

            —Si fuera alguien del avión, ¿por qué huiste en lugar de ayudarla?

            —No lo sé —susurré—, no parecía ser del avión o persona siquiera. ¿Tú qué viste?

            —Una anciana esquelética, aullaba como lobo y tenía los ojos sumidos.

            La descripción de Victoria no era tan diferente a la mía, eso hizo que se me helara el cuerpo, porque entonces no me estaba volviendo loca, había algo allá afuera, ella decía que era una bruja, yo… no sabía cómo describirla, pero si la única forma de nombrarla era como una bruja, entonces era eso, una bruja. Victoria salió de la cola del avión y regresó conmigo.

            —Todavía huele diésel allá adentro, mucho, toma esto —me entregó nuestro único encendedor—, hay que hacer que la bruja venga aquí, le dispararé con la pistola y si no se muere, le echamos fuego y que arda la cabrona.

            —Esa pistola creo que es para pedir ayuda…

            —¿Tienes alguna otra sugerencia? —negué con la cabeza y miré alrededor, todo parecía en calma, un paraíso idílico si no fuera por los pedazos de metales y partes del avión esparcidas por todos lados—, ¡¿la escuchaste?! —me susurró, pero yo no había escuchado nada. Me giré y solo veía árboles y más árboles, luego volví a escuchar el grito lastimero de la bruja, como si se estuviera ahogando.

            —¡Sí, allí se escucha! —le grité.

            —¿Dónde?

—No sé…

—¡Carajo! ¡¿De dónde, Lucía?! ¡¡¡¿Dime de dónde?!!!

—No lo sé, no lo sé —comencé a llorar, la desesperación me atrapó, porque realmente no sabía de dónde, sus gritos se escuchaban por todos lados, como si estuvieran en mi cabeza, como si pudiera escucharla en mi mente, con sus huesos rompiéndose, tronando en mi cerebro.

            A partir de ese momento podría decirse que todo se vino cuesta abajo, yo me bloqueé totalmente mientras Victoria le gritaba a la nada, los arbustos se movían de lado a lado, la luna se apagaba lentamente y la desesperación intoxicaba todo el aire que nos rodeaba. El tiempo de pronto se congeló, veía la mandíbula de Victoria tensa mientras se abría y se cerraba, sus brazos erguidos al frente con la pistola en mano, lista para disparar; mis llantos parecían ecos que se alejaban y regresaban, entonces sentí algo frío en mi tobillo, el tobillo malo, el que me había lastimado, giré rápido y grité tan fuerte que se me dolió la garganta.

            El hombre sin piernas, del pene flácido se arrastraba entre los escombros, había tomado mi tobillo con su mano seca y chupada, como la de la bruja; él no parecía estar preocupado por gritar, solo se quejaba mientras expulsaba agua verdosa por la boca, sus ojos sumidos se movían como canicas flotantes dentro de sus cuencas. Me zafé de golpe y caí de espaldas, miré de reojo a Victoria, pero ella parecía estar en su propio mundo, gritándole a los arbustos <<¡Sal de ahí, cabrona! ¡DEJA DE ESCONDERTE!>>

            Volví a mirar hasta donde estaba el hombre, seguía intentando arrastrarse hacia mí, y entre más lo intentaba, más se le desgarraba la piel que le sobraba, así hasta que en algún momento pude ver su pene allí, tirado, arrancado, negro como una oruga de pantano; una arcada me llegó solo de ver esa escena, y entre tanto las lágrimas me sabían a sal, y el vómito atorado en mi garganta se recorría más hacia mi boca, pude mirar entre los arbustos que se movían de mi lado, esta vez no era la bruja, era la pequeña niña de la cabeza sumida, tambaleándose entre las piedras y hoyos del suelo.

            La niña estaba igual de chupada, no se veía para nada como la recordaba en la orilla del mar, sus movimientos eran acartonados y sus llantos mascullaban como los de un gato pequeño. Sabía que nada de esto era real, pero se escuchaba y se veía tan nítido, yo ni siquiera creía en los fantasmas, incluso cuando mi abue me pedía que le ayudara a poner el altar de muertos, lo veía como una completa pérdida de tiempo. Irónicamente de pronto creía que todo era posible, que nosotras habíamos perturbado un lugar maldito, y que esos muertos, había sido traídos por la bruja que habitaba este lugar. Quizá no habíamos muerto por culpa de ese avión, pero la maldición de este lugar terminaría por completar nuestro ciclo de vida.

            Me levanté y corrí hacia donde estaba Victoria, intenté sacarla de su trance, pero solo me daba manoteos y seguí haciendo lo suyo. Los muertos de la playa seguían a paso lento, pero me alarmé cuando de la nada salió la azafata, igual de chupada y esquelética, pero con esos brazos y piernas largas, parecía casi correr hacia nosotras, incluso cuando se tropezaba no duraba mucho tiempo tirada. Tomé a Victoria de un brazo y la jalé tan fuerte como pude, se resistió, y aunque me dolió mucho, le di una bofetada en el rostro.

            —¡Mírame! ¡Allá no hay nada! ¡Están acá! —ella reaccionó, pero no miró hacia atrás, mi miró a mí, enojada y aturdida, pero más enojada que aturdida. Luego me apuntó con la pistola y me paralicé—, ¿Qué haces, Victoria?

            —Tú, eres tú. Maldita puta bruja.

            —Victoria ¡No! Veme ¡Soy yo, Lucía!

            La vi tan cerca, tan apunto de jalar el gatillo, y aunque no sabía qué tanto daño podía hacerme esa cosa, temí por mi vida. A mi espada se sentía la azafata cada vez más cerca, sus lamentos casi podían escucharse en mi nuca. Sin más, solo empujé a Victoria y las dos nos fuimos al suelo, comenzamos a forcejear, yo intentando quitarle la pistola y ella intentando apuntarme a la cara.

            Tan irónico era todo, que tan solo hace una hora o dos la había tenido sobre mí, justo en la misma posición, pero ahora todo era diferente; esa adrenalina que corría por nuestras venas no hacía más que activar nuestro instinto de supervivencia, y dejar de lado nuestro placer. Ahora, su cuerpo pesaba más, como si me quisiera sofocar; pero el miedo de la bruja y sus muertos era mayor que el que le tenía a Victoria, junté todas mis fuerzas y con ambas piernas la empujé de un golpe.

            La pistola salió volando, tenía que tomarla y dispararle a la azafata, pero cuando me levanté y corrí hacia ella, la mano de Victoria de alcanzó la pierna y me hizo caer nuevo, comencé a patalear como niña, pero no lograba nada, ella estaba tan furiosa que parecía tener la fuerza de dos hombres, por desgracia para ella, no se lo haría fácil. Seguí pataleando mientras me arrastraba hacia la pistola, y lo más que pudo ella fue quitarme uno de mis tenis, suficiente para zafarme por completo y salir corriendo hacia el arma.

            Cuando la tomé me entró un sentimiento de triunfo, y luego automáticamente uno de ineptitud porque no tenía ninguna idea de cómo usarla, tenerla entre mis manos solo me hacía notar que no era tan sencilla, sin embargo, tenía un gatillo y un seguro, como las pistolas de las películas de vaqueros que tanto adoraba ver con mi papá. Me encontraba lista, pero había perdido de vista a la azafata mientras intentaba descifrar el uso de la pistola, giré por todos lados buscándola y lo único que veía era a Victoria corriendo hacia mí, furiosa y con un enorme fierro que apenas si lograba mantener en alto.

            Comencé a correr de nuevo, de ella, te todo, pero luego el dolor más grande que nunca había sentido llegó por primera vez a mi vida; caí de golpe y apreté el gatillo inconscientemente, y el cielo se volvió rojo. Miré hacia mi pierna, no era Victoria quien me había golpeado, sino un pedazo de algo puntiagudo y metálico, que me había atravesado la palma del pie derecho, el maldito pie derecho de siempre. Quería sacarlo, pero tan solo tocarlo era infinitamente doloroso, y allá no tan lejos, Victoria, arrastrando su enorme fierro, había disminuido el paso, sabiendo que ya no me movería, y luego lo levantó con ambos brazos. Yo solo la miré, con su piel teñida por el rojo de la bengala, con la luna detrás de ella; esta vez no quería cerrar los ojos, solo quería recordarla.