Capítulo 3: Victoria y su Aroma a Cerezas

Mis ojos estaban desorbitados, mirando hacia la nada y recordando en cada pestañeo la imagen perturbadora a mi espalda; me sentía mareada y débil, también quería llorar, porque era muy joven como para terminar a la orilla de una playa con los ojos salidos y las piernas mutiladas. Luego ella comenzó a llorar, no llorar como una persona triste, no, ella lloraba como una desesperada, como alguien que ha perdido la esperanza. Me mantuve allí, no sabía qué hacer o cómo reaccionar, ver gente cuando llora siempre me ha sacado de quicio, sin embargo, al final me limpié y me acerqué a ella.

            Para mi sorpresa, no solamente estaba llorando desconsoladamente, sino que estaba hiperventilando, era como si las almas de aquellos muertos le estuvieran succionando el oxígeno de su cuerpo. Me aterré, ya no solo tenía que lidiar con un poco de lágrimas, sino con algo realmente serio.

            —No me quiero morir, te juro que no me quiero morir, no aquí —me dijo mirándome a los ojos mientras yo intentaba agarrar su cuerpo tembloroso.

            —Nadie se va a morir, anda, ven —la tomé de las manos y la llevé lo más lejos que pude de la orilla de la playa, ambas nos sentamos al lado de un pequeño sendero de pececillos verdes en la costa opuesta, acaricié su pelo como a una niña triste y la tomé entre mis brazos.

            Sentía su cuerpo titiritar, como si nos encontráramos en una mañana de invierno; su cuerpo había perdido el color que le quedaba, y su apariencia rígida y prepotente, se había vuelto frágil e indefensa. Jamás me sentí lo suficiente para proteger a alguien o algo, y tenerla allí era una experiencia que no cabía en mí, y al mismo tiempo, que deseaba poder experimentar de alguna forma. Podía jurar que sentía su corazón palpitar por todo su cuerpo, como una balada que se sincronizaba con el mar cada 30 segundos; el aroma de su cabello sí era de cerezas, y posiblemente, mi sueño no había sido tan revelador después de todo, y simplemente recordaba su aroma cuando la tuve a mi lado en el avión.

            Aunque las dos no dijimos nada más, o quizá gracias a ese silencio, su respiración y ritmo cardiaco comenzaron a normalizarse poco a poco, y un sentimiento de triunfo me abrazó de igual manera. Yo quería quedarme así para siempre, inmortalizar ese momento, como esas antiguas y empalagosas historias de amor. Por otra parte, tampoco entendía cómo es que había pasado de idealizarla sexualmente a querer tenerla simplemente abrazada; era extraño y confuso, porque normalmente solo llegaba a la primera parte de esa ecuación. Quizá jamás había tenido el placer de abrazar a alguien sabiendo, inconscientemente, que íbamos a morir; o tal vez, ella tenía algo tan mágico como los pececillos verdes que revoloteaban en el cielo sin parar.

            Cuando ella se tranquilizó no regresó a ser la misma mujer de traje que conocía, ahora solo era Victoria, parecía rendirse de querer ser la fuerte. Me miró con sus cristalinos ojos y me sonrío, casi apenada, bajó la mirada y se limpió la cara; parecía que aún le costaba respirar, casi bostezaba en silencio, y sus mejillas de pronto se volvieron rosadas como las palmas de mis manos.

            —Yo me llamo Lucía —le dije intentando romper el hielo, pero ella solo me miró con el ceño fruncido y luego hizo una mueca extraña.

            —Lucía, hueles a vómito.

            Ambas comenzamos a reír, compartimos miradas y quizá una o dos sonrisas. Luego, como un balde de agua fría, nos detuvimos y regresamos a nuestra imperfecta realidad; miramos hacia el camino de dónde habíamos venido, y fue casi como hablar sin tener que hacerlo, porque sabíamos que teníamos que regresar y rebuscar por cosas que nos ayudaran a no morir tan pronto.

            —No tienes que ir, iré yo. Buscaré lo que nos pueda ser útil —le dije.

            —Para nada, tengo que hacerlo. Fue solo el momento.

            —De verdad, no tienes. No quisiera que te volvie…

            —No, no volverá a pasar —me interrumpió y se puso de pie—, ¿vienes?

 

El camino de regreso a la playa nuevamente se volvió en silencio, pero esta vez la tensión no era tan abrumadora como antes; hasta cierto punto, se sentía bien. Sin embargo, todo eso quedó atrás en el momento que pisamos la orilla de los muertos; todos seguían allí, pero parecían haberse movido y algunos habían cambiado de posición por resultado de la marea juguetona. Al principio evitamos acercamos demasiado y prácticamente rodeamos toda esa orilla; yo ni siquiera quise voltear y volver a mirar, pero admito que un poco de mi curiosidad y morbo me hicieron mirar de reojo.

            Todos esos cuerpos habían compartido un pequeño espacio conmigo cuando corría sangre por sus venas, quizá le había sonreído a uno que otro, quizá le gusté a alguno y esperaba el momento adecuado para presentarse, incluso puede que hasta choqué y le pedí disculpas a más de uno; todos ellos, ahora se aferraban a la arena como si tuvieran miedo de regresar al mar. Entre los que quedaron más marcados en mi cabeza fueron un señor mayor, una niña y una mujer, que, a mi parecer, se trataba de la azafata que nos había implorado intercambiar los asientos del avión.

            El señor mayor, entre unos 60 años, ondeaba atrapado entre unos troncos; tenía los ojos y la boca bien abiertos, como si hubiera gritado justo antes de morir, las pupilas de sus ojos eran grises y cada iris, con vida propia, miraba hacia puntos opuestos. Recuerdo muy bien a ese señor, porque además de aquella expresión, había perdido ambas piernas, y de manera extraña, su pene flotaba y se dejaba mecer por las ondas del mar; era como ver una lombriz sin vida, con sus músculos flojos y un rosado blanquecino. Me sentí mal cuando me le quedé mirando, porque era sucio y grotesco observarlo sin siquiera parpadear, casi como si me gustara, pero en realidad, permanecía en mí una profunda lástima.

            Luego estaba la niña, con su vestidito azul, ella no había sufrido, o al menos eso era lo que pensaba, porque su rostro estaba completamente sumido, todo hacia dentro como un tazón de cereal, y el resto de su cuerpo, intacto. Yo pude haber terminado así, con un mal golpe, uno que destrozara toda mi masa encefálica, en cambio, solo rasguños, morenotes y una cicatriz en la mejilla habían sido mi precio a pagar. Sentirse afortunada al lado de todos esos cuerpos no era difícil, sobre todo cuando miré a la azafata del avión, irónicamente, había perdido un brazo y el otro lo tenía al revés. Me fue difícil encontrarle forma, su traje tenía arañazos por todos lados, pero permanecía en su cuerpo, sus rodillas miraban para arriba, pero sus pies hacia abajo; su cabeza estaba girada totalmente, y a diferencia de la niña, su rostro estaba intacto, como si tan solo hubiera tomado una siesta, y el resto de su cuerpo hubiera sufrido el accidente.

            De allí en fuera, la mayoría de los cuerpos tenían rasguños como yo, pedazos sin ropa y alguno que otro había perdido alguna parte de su cuerpo; en mi opinión, la mayoría se había ahogado o sufrido algún golpe interno que hacía imposible saber porque había llegado muerto a la orilla de nuestra playa.

            Al final de la tarde Victoria y yo, ya habíamos hecho un recuento de varias cosas que eran útiles, entre ellas ropa, pequeñas frazadas, 6 sándwiches empaquetados, 3 chocolates, 7 botellas de agua, 5 latas de refresco y dos encendedores, de los cuales uno, después de media hora de intentar secarlo, logró encender como acto de me magia del espíritu de navidad.

            Por no decir menos, esa tarde fue así, como una navidad con un montón de regalos y comida; yo encontré un par de tenis y se los regalé a Victoria, claro que ella me miró casi preguntándome a qué muerto se los había quitado, pero los había encontrado en una de las 5 maletas que llegaron junto con los muertos. Respecto a la comida, no era mucha, pero era mejor que nada, además, mis ojos se habían clavado en los pececillos verdes del chapoteadero, que con suerte no serían venenosos o algo por el estilo.

            Entré que fui y regresé, Victoria había dejado de lado el resto de su traje icónico azul y decidido usar, al igual que yo, pants y sudadera, por lo que ahora mirarla se me hacía de lo más curioso, casi hasta parecía una mortal como yo; había quedado en el pasado la desafiante mujer de traje azul, su misterio se había revelado, pero aún así, había tanto que deseaba saber de ella, aunque en cierto modo, había cosas más importantes por las cuáles preocuparse.

            Acomodamos todo en las maletas más grandes y dejamos lo que no pudimos cargar lo más lejos del agua, luego decidimos regresar a la cueva del lago. Antes de eso ambas tuvimos una discusión razonable sobre qué hacer con los cuerpos, a las dos nos pasó por la cabeza que lo mejor sería enterrarlos, pero también estábamos de acuerdo que nos era imposible si quiera arrastrarlos, y no por que fueran muy pesados o nosotras débiles, pero yo con mis nauseas y ella con sus ataques de pánico no llegaríamos muy lejos; al final decidimos dejarlos allí y no hacer nada, porque aunque no lo decía ninguna de las dos, creíamos esperanzadamente que pronto llegarían a buscarnos y ellos se encargarían de eso.

            Antes de regresar a la jungla, miré por última vez la playa, el atardecer era tan hermoso como me lo había imaginado, los naranjas del horizonte y el azul del mar, aún siendo colores apuestos, se mezclaban tan pacíficamente que podías quedarte horas y horas intentando definir en dónde comenzaba uno y terminaba el otro. Victoria me gritó para que no me quedara atrás, pero antes de seguirla no pude evitar observar el montón de cuerpos a lo lejos, que a diferencia de unas horas atrás, eran acechado por un montón de esos horribles pájaros blancos de ojos saltones. Un escalofrío me recorrió por todo el cuerpo, porque si esos pájaros estaban preparados para alimentarse de carne humana, qué evitaría que de pronto les gustara y decidieran alimentarse de nosotras. Por suerte Victoria me volvió a gritar y me sacó esa idea de la cabeza.

 

Cuando la noche llegó ya nos habíamos acomodado de nuevo en la cueva, yo había perdido el apetito después de haber vomitado tanto, pero al destapar aquel insípido y barato sándwich, y dar el primer mordisco, fue como haberme deleitado con el manjar más caro de cualquier restaurante de lujo.

            —Ey, despacio o quedarás con hambre.

            —Lo siento —me disculpé y miré hacia la fogata que parecía resistirse a la brisa de la noche—, sé que no es la gran cosa, pero sabe tan bien con hambre.

            Ella me miró sonriendo y siguió comiendo su sándwich, daba pequeños sorbos de su refresco cada que masticaba un pedazo, e igual que yo, miraba la fogata como si se tratara de un gran show de televisión. Seguimos allí, calladas, pero nuestras miradas no se conformaban con observar el fuego, porque la sentí, sentí su mirada hacia mí varias veces.

            —¿Puedo preguntarte algo? —rompí el silencio y me arriesgué a mirarla justo cuando sentí su vista sobre mí. Ella tomó un gran suspiro antes de responder.

            —Bueno, por qué no.

            —¿Cuál es la historia del tatuaje de tu espalda? —sonreí jugueteando y desvíe un poco la mirada.

            —Entonces sí lo viste —me atacó con su mirada y yo solo la esquivé con pena—-. Es… como una bitácora.

            —¿De ese dónde escribes tu vida?

            —Algo así… cuando era más joven y tenía menos responsabilidades me dediqué a viajar mucho. Todo empezó con una flor, y a cada lugar al que iba comencé a agregarle una más, así hasta que ya no pude más.

            —Son muchas flores, creo que es lindo, aunque por tu apariencia no me imaginé que tendrías algo así, sin ofender, no pareces ser ese tipo de persona.

            —Ya dije, era joven. Luego tu abuelo muere y te deja toda la responsabilidad del viñedo, y ya no eres tan joven.

            —Ouch, digo, lo siento —tragué saliva profundamente, casi me ahogo—, de verdad lo siento, quizá deberíamos hablar de otra cosa.

            —¿Y cuál es tu historia, Lucía?

            —No tengo historia, realmente, se supone que iría a tener una… hice un casting hace como un mes, para una película de presupuesto considerable, y me llamaron —reí y la miré—, supongo que tendrán que buscarse a otra —luego suspiré y bebí otro sorbo de mi refresco, ya solo me quedaba un traguito más.

            —Actriz, claro, sí, por supuesto, eres bonita y joven, bonito cuerpo y excelente dicción. Es una lástima.

            —¿Lastima? —pensé que se burlaba de mí, suponiendo que si fuera actriz sería una chica tonta o algo, me ofendí, la miré y me encargué de expresarlo lo suficiente con mi rostro para que lo supiera.

            —No lo sé, esa vida es demasiado… superficial, tantas cámaras y gente comentando sobre tu vida, quitándote todo… tu voz, tus ideas… drogas y muertes misteriosas… ¿de verdad te agrada todo eso?

            —Oye, no, no tiene que ser así, ser actriz no es así, no para todas. Creo que ves demasiadas revistas de chismes como para que pienses que toda gira alrededor del drama.

            —Es así, no porque lo diga yo, todo el tiempo las redes se inundan de personas así, es lo que es.

            —No lo entiendes. Yo nunca tuve una voz en mi familia, todos decidían por mí y me llenaban la cabeza de idealizaciones vagas y pretenciosas… sé que soy joven, pero he visto cómo ha cambiado el mundo y quiero ser alguien que pueda compartir eso con otras chicas que no tengan la misma oportunidad que yo. Quiero darles esperanza.

            —Yo... qué inspirador, de verás, pero aún así siento que el medio terminará haciéndote lo mismo que a todos.

            —Pues no lo dejaré —bebí mi último sorbo de refrescó—, aunque no importa porque si morimos aquí, quizá nunca lo sepamos, ¿verdad?

            —¿De qué era tu papel? ¿Niña bonita se vuelve inspiración para quienes no lo son? Por que aquí entre nosotras, la cicatriz que te deje esa herida en la mejilla no creo que ayude mucho.

            Automáticamente toqué mi rostro, apenada, humillada. Quería romperme en llantos, quería gritarle, aventarle la lata de refresco e irme corriendo. No lo hice, solo cerré mis ojos, como lo siempre lo hacía. El silencio de la noche se amontonó en mis oídos, y el coraje se me había atorado en la garganta. Entonces sentí su calor frente a mí, tomó mis manos y las bajó de mi rostro.

            —Lo siento, soy lo peor, lo sé, es solo que… no lo sé, estoy enojada con todo esto. No debería desquitarme contigo, no te mereces a alguien como yo de compañera de naufragio; quizá la linda azafata o cualquier persona en ese avión, menos yo—, recorrió mi cabello hacia atrás de mi oreja y me miró con unos ojos tan cristalinos y rojos.

            No sabía qué decirle, quizá que estaba todo bien y que tenía razón, mis planes de ser actriz habían terminado con esa horrible marca en mi rostro. Fue en ese momento que se acercó, soltó mis manos y tomó mi rostro, luego recargó su frente con la mía. Percibía su respiración, su suave aroma a cerezas, tan embriagante y lleno de calidez, ¿cómo era posible que después de tanta agua salada y adrenalina siguiera oliendo tan bien? Quizá era tan mágica que había nacido con ese aroma, llenando la cuna y los brazos de su madre con su dulce olor.

            Sus cálidas manos me hacían sentir que nuestro intento fallido de fogata al fin lograba calentar nuestro refugio, incluso con aquel viento persistente que se lograba colar por nuestros pies.

            —Te mereces todo —susurró—, nos merecemos todo.

            Besó suavemente mi herida, cerré mis ojos y dejé que mis otros sentidos trabajaran. Luego vino otro beso, pequeño como a una flor que no quieres arruinar, después otro pequeño, y entonces la busqué, la busqué con mi rostro, y nuestras mejillas rosaban tan sutilmente, casi superficial.

            Me atreví, me atreví y metí mi mano debajo de su sudadera, sobre su espalda, abrazándola, y sintiendo los relieves que surcaban sus tatuajes, sus pequeñas flores dibujadas con líneas no uniformes, desiguales, de cada mano que había teñido su aguja. Abrí mis ojos por unos segundos, su piel ya no era blanca, era como el color de los melocotones, por un instante nos vimos fijamente y luego cerró sus ojos, pero yo no, yo la miré con curiosidad, y era como si se viera tan indefensa, como si me invitara a tomar las riendas. Lo hice.

            Sin perder el calor del momento, simplemente le planté un beso, largo, profundo, y mi corazón comenzó a saltar, a salirse de mi cuerpo. La abracé con más fuerza, la llevé hacia mí y el beso se volvió más salvaje. Nuestras bocas se abrieron como dos lobos aullando, nos buscábamos, nuestras narices jugueteaban y nos sacaban alguna que otra sonrisa, me la quise comer, y sentir su lengua dentro de mi boca, y luego los atrapé, atrapé sus labios en un pequeño mordisco. La frescura de la noche comenzó a tomar otra dirección, y las llamas del fuego quisieron quedarse a observarnos.

            Bajó una de sus manos espalda y con la otra comenzó a bajarme lentamente hasta recostarme por completo, se hincó y abrió sus piernas de lado a lado de mi pelvis, luego sentí su cuerpo cayendo, la presión de su peso tomándome. Me dejé llevar cuando sus labios prosiguieron por mi cuello, allí me rendí, dejé mis fuerzas en algún lugar y me volví su presa. Giré mi cabeza hacia la cueva y cerré mis ojos, pero… aquello no duró como yo quisiera, Victoria gritó, tan fuerte que me tronó el oído, su peso se volvió nada y luego cayó sobre mí con toda su fuerza, haciéndome gritar también.

            —¡¿Qué mierda es eso?! ¡Mierda! ¡¿Qué es eso?! —repetía sin parar, pero yo no veía nada.