Capítulo 2: Tentaciones Paradisíacas

Mirarla fue como zambullirse entre un poco del caos de una tundra y la calma de una sabana; como irse y quedarse al mismo tiempo. Los vellos de mi piel se erizaron sin sentido, y dejaron mis músculos inmóviles y rígidos. Sin decir más o hacer algo, ella solo se acercó hacia mí, se cruzó de brazos y con fastidio, extendió su mano izquierda hacia mí. La seguí mirando, casi sin pestañear, y se veía tan diferente a como la recordaba en el avión; ahora su cabello estaba recogido con una simple cola de caballo, sus labios ya no poseían el rojo intenso que desteñía su rostro, y su piel ahora se tambaleaba con un rosado vivaz y doloroso.

            Verla sin ese traje azul me hacía trizas, y haberla idealizado no ayudaba en mucho, por un momento me sentí su igual; ambas desalineadas y golpeadas por un arrebato de la vida, sin un futuro claro, tal vez, sin un futuro. Tomé su mano, empapada en sudor, y al levantarme, noté que ella también había perdido ambos zapatos; allí mi mirada se quedó perdida unos segundos antes de sentir el tirón de su brazo para ponerme en pie. Cuando nuestras miradas se cruzaron, frente a frente, me sentí pequeña otra vez.

            Su mirada verde y agresiva se posó sobre la mía, marcando su territorio y haciéndome sentir que ella, y por alguna extraña razón, tenía el control de nuevo. Sin querer escarbar más, simplemente giré mi cabeza hacia dónde estaba el cuerpo tendido, y al verlo nuevamente, me percibí tan tonta al pensar que se trataban de la misma persona; para nada eran idénticos, el cuerpo inerte era demasiado pequeño, demasiado delgado, era el cuerpo de alguien mucho más joven. Mi propio cerebro, alebrestado por la adrenalina y la deshidratación, habían jugado con mi mente.

            —Pensaba enterrarla, pero no me atreví. Ni siquiera pude acercarme tanto como tú. Tenía que cubrirle la cara.

            La forma en que me hablaba, tan cortante, pareció de pronto una advertencia. Quizá no tenía las palabras suficientes, quizá así solía hablar, o simplemente, no deseaba mi compañía.

            —Es el único cuerpo… —dije entre dientes— Casi le he dado la vuelta a toda la playa y es el primero que encuentro.

            —Si no es hoy, pronto la marea traerá el resto.

            —Quizá hay más sobrevivientes.

            Su mirada, fría, nuevamente se posó sobre mí, dándome unos escalofríos terribles.

            —Apenas si salimos vivas de allí —contestó al mismo tiempo que me daba la espalda y se alejaba de la playa. Aceleré el paso, pero de nada sirvió, no me contestó y comenzó a adentrarse en la isla. Quise, por un momento, advertirle de los peligros de un lugar como aquel, pero solo me quedé callada y la seguí.

 

Fueron al menos unos 10 minutos de silencio, el ruido de la naturaleza había absorbido los de mi respiración; en cada paso, dejaba un poco de mí a mi espalda, y no había nada más que mosquitos y reptiles posados en cada árbol. Ella jamás miró hacia mí, no preguntó cómo había llegado a la playa o si me encontraba bien, eso me molestó, pero no dije nada; su indiferencia era como un gato alebrestado, uno hermoso al que quisieras acariciar, aunque te devolviera uno o dos zarpazos. Sin más, me dediqué a observarla desde atrás, a mirar cómo su coleta iba de un lado a otro y descubría, entre momentos, su perfecta nuca; cómo el sudor comenzaba a empapelar la piel de su espalda y su blusa blanca sin mangas.

            Quizá estaba perdiendo la cabeza, al mismo tiempo que el sol comenzaba a retirarse, porque además del negro de su sostén, veía acuarelas en su espalda; se derretían y se perdían cuando llegaban a su inferior. Realmente era mágico, un camino embrujado y lleno de invitaciones; me perdía, inconscientemente o tal vez consciente, pero me estaba perdiendo, y mi corazón… se aceleraba, tenía sueño, sed…

            —¿Por qué estás cojeando? —me preguntó abruptamente y de pronto la tenía frente a mí, los colores se destiñeron y recobré un poco la cordura; miré mis pies, allí seguían mis zapatos, no comprendía. Puse más atención, y en efecto, llevaba cojeando desde que habíamos entrado a la jungla, tenía el pie derecho bien rojo, me dolía y ni siquiera lo sabía.

            —Me caí en la playa —respondí tajante, porque sí ella podía hacerlo, también yo. Quería ser un poco indiferente, que sintiera mi enojo, pero posiblemente solo me veía como una ridícula.

            Ella se acercó a mí y comenzó a tocar mi rostro, tentaba por toda mi cara, hacía muecas extrañas y miraba al cielo con preocupación.

            —Estás demasiada deshidratada, seguro bebiste agua de mar. Si no encontramos agua dulce estaremos en problemas.

            —Yo no bebí agua de mar.

            —Tal vez mientras te ahogabas.

            —No lo recuerdo.

            —Acá. Ven.

            Aceleró el paso, aún sabiendo que yo no podía hacerlo, y para cuando la alcancé, allí estaba, sonriendo, victoriosa; había dado con un lago en medio de la nada. Sonreí, nuestras sonrisas se cruzaron por un segundo y luego ambas nos encaminamos a la orilla, bebimos tanta agua como pudimos y no tiramos al lado casi embriagadas de agua. No dijimos más, solo nos quedamos allí tiradas, contemplando el atardecer, seguro que en la playa se ve mejor, pensé. Me senté y la sensación de la fresca noche me saludó, y luego, un par de gotas. Lluvia y vegetación abundante no eran la pareja ideal para mi primer naufragio.

            Miré alrededor, entre tantas plantas y árboles frondosos, era posible que algún animal nocturno saliera a alimentarse, pero lo que me causaba realmente escalofríos era que alguna culebra o araña visitaran mi cuerpo al dormir; sin embargo, el camino para llegar había sido largo y la noche parecía no tener clemencia en esperarnos como para regresar a la playa. Miré a la mujer de traje y parecía estar pensando exactamente lo mismo que yo.

            Se puso de pie y empezó a analizar la zona, a dar vueltas por todo el perímetro, y cuando por fin encontró un pequeño agujero entre un par de enormes piedras, regresó.

            —Allí podremos pasar la noche. Esas nubes no se ven nada bien. Creo que habrá tormenta.

            Miré a lo lejos el lugar, se veía pequeño y no tan profundo, quizá allí no viviría ningún animal, pensé, eso era bueno. No asentí, solo me levanté y comencé a andar hacia nuestro refugio improvisado, allí me senté y acomodé tanto como era posible sentirse cómoda en una semi cueva en medio de una jungla. La mujer de traje se sentó a mi lado, no tan cerca pero no tan lejos, me miró y luego miró mi pierna, se acercó, tocó mi frente y rápidamente regresó a su lado.

            —Parece que ya estás mejor. Igual tu pierna sigue roja. Ya veremos mañana.

            No dije nada, quería, pero no sabía cómo abordar sus pequeñas oraciones intercaladas.

            —Deberías agradecerme —dijo de la nada, sin mirarme siquiera.

            —¿Disculpa? —respondí con sorpresa y desconcertada.

            —Sí. Deberías.

            —¿Por lo de la cueva? —respondí, inocentemente, pero en mi cabeza llevaba un diálogo alternativo donde le respondía de una manera no tan cordial.

            —No.

            —Ya, déjame adivinar, por salvarme de ver el rostro de la mujer de la playa —sabía que, sin duda, esa era la respuesta correcta.

            —No.

            ¿Cuál se suponía era la respuesta correcta? ¿Cuál después de no hacer nada por mí más que exigir y ordenar? Me ponía tan mal que se hiciera la misteriosa, como si no hubiese de por medio una tensión desorbitante entre ambas. Me recargué y refunfuñé como niña, me crucé de brazos y giré la cabeza hacia el lado opuesto de donde ella estaba. El ruido de pequeños animalillos zumbando y vibrando al ritmo de la lluvia, comenzaron a volverse melodía en el silencio que desollaba entre las dos.

            Sin más, y con un insulto atorado en la garganta, me fui sumiendo en un sueño como nunca en mi vida; entre cada pestañeo, solo veía las gotas de lluvia, iluminadas por la luna, caer y rebotar, caer rebotar y desaparecer. El sueño comenzó a susurrarme, si era normal seguir a una extraña hasta lo profundo de la isla… si era mejor haberme quedado en la playa a esperar algún otro superviviente… si habría cocos para beber… si era buena idea recolectar agua en los cocos que me bebiera… si esas aves blancas de ojos saltones me perseguirían hasta la cueva… si la cueva me devoraría mientras dormía… si dormía, quién iba a cuidar que la cueva no tuviera hambre…

 

Un estruendo, el mismo del avión, me hizo saltar como loca; lo primero que hice fue mirar a la mujer de traje, parecía no importarle que cayera sobre nosotras otro avión. Intenté recobrar el sentido, solo para darme cuenta que el estruendo no era otra explosión, sino la tormenta implacable que parecía querer saciarse con la isla; eran truenos que se sentían tan cerca, vibrando en mi mejilla. Me entró mucho miedo, un miedo infundado, y luego desesperación, porque no podía moverme ni dejar de ver los rayos a través de mis párpados.

            Cerré mis ojos con todas mis fuerzas y me escurrí hasta lo más hondo de la cueva, perdiendo mi tiempo ante tan ineficiente refugio. Sin darme cuenta, poco a poco me fui recorriendo hasta donde se encontraba la mujer de traje, que, de espaldas, no parecía importarle nada. La lluvia crecía tanto como mi desesperación, y sin hacer frío comencé a temblar; la mujer de traje parecía muerta, y si en realidad lo estaba… tal vez debía empujarla un poco, lo hice, y en cuanto despertó, me miró como lo haría cualquiera que es despertado de un profundo sueño; miró alrededor y al percibir la lluvia simplemente se giró hacia mí y volvió a cerrar los ojos mientras mascullaba que era solo lluvia.

            Sentía las gotas de lluvia cada vez más cerca, cada vez más frías y arrebatadoras; recogí mis pies y me quedé allí sentada, con los ojos cerrados implorando me durmiera de pronto y fuera tele transportada a la mañana siguiente, pero la ráfaga de lluvia parecía tener otros planes. Me giré un poco hacia la mujer de traje, y la observé, tan tranquila, aunque pareciera que se caía el cielo. Su piel se veía fría, menos roja que en la tarde, quizá tenía frío, pero no por el clima, sino por su misma piel, de mármol, frío, majestuosa. Allí me quedé, mirándola dormir, viendo como sus pequeños y delgados vellos se posaban sobre su oreja y caminaban hasta su mejilla, erizados y alertas.

            Cerré nuevamente los ojos, me imaginé pasando la yema de mis dedos sobre esa blanca y fría piel, si era como se veía, seguramente era suave y fría; el solo pensarlo me hizo sonreír, me hizo sentir que no estaba sola y luego escuché ese grito, el de la mujer agonizando. Me puse de pie y me golpeé la cabeza, la mujer de traje despertó abruptamente y miró hacia afuera, luego hacia mí y de nuevo hacia afuera.

            —¿Qué mierda te pasa? —me preguntó asustada, pero más enojada que asustada.

            —¡Es una mujer! ¡Una mujer está gritando! ¡Debemos ir a la playa! —desesperada, salí de la cueva antes de sentir su mano sobre mi brazo.

            —Ni se te ocurra. ¿Quieres caerte en algún agujero?

            —Podría necesitar nuestra ayuda, debemos ir.

            —No.

            —¡No, no, no! Ya me cansé de tus “no” —Jalé mi brazo y di un par de pasos antes de razonar y pensar que ella tenía razón, ni siquiera sabía regresar a la playa, y esas películas de personas que vagan en círculos hasta encontrar su muerte no ayudaban para nada.

            Regresé a la cueva temblando, toda empapada y alterada. No quise mirarla y darle por su lado, sentirme humillada de aquel arrebatamiento.

            —Mañana iremos a ver. Mañana. Duerme y deja dormir.

            La mujer de traje se giró de nuevo. Yo empapada, del otro lado de la cueva, me senté en cuclillas y volví a cerrar los ojos; allí, en un fondo negro, veía el cuerpo inerte en la playa, mientras que repetía una y otra vez el grito de la mujer agonizante. Mañana, había dicho, mañana. Esta noche, no.

 

Allí estaba, a la orilla del lago, con la nuca descubierta, su cabello caía de lado, se veía tan oscuro. Los reflejos de la luna se plasmaban en su piel blanca como un desfile de colores neón, como en una discoteca, como en un set de grabación artística. No se mueve, no se inmuta, me acerco lentamente hasta su cuerpo desnudo, vibrante. Me acerco, me arrodillo detrás de ella, las luces bailan en su espalda, son luces de sabores. Acerco mi rostro, huele a uvas y cerezas. Recorro con la punta de mi nariz lentamente, y subo por su columna, como un camino; llego a su cuello y me quedo allí, con su aroma, impregnándome con su veneno.

            La mujer de traje me percibe, pero no se mueve, comienza a temblar, tiene frío. La luna se acerca a nosotras y su piel se ilumina como nunca, brilla tan mágicamente y saco mi luenga, y con la punta la acaricio, sabe a sal. Comienzo a toser, a toser cada vez más fuerte, me estoy ahogando, ella se gira y me mira; me ahogo, solo me mira, me sigo ahogando, todo se ilumina.

 

Abro los ojos y la luz me marea por un par de segundos. Estoy sola en la cueva, me asusto un poco, pero al salir, allí esta ella, a la orilla del lago, de espaldas y sin su blusa blanca. Su espalda, blanca, grababa un cerezo que recorría toda su espalda; unas suaves flores rosadas se entrelazaban unas con otras a través de tallos color café. Aquello que veía era una obra de arte.

            Me acerqué sigilosa, pero no tan sigilosa como para que pareciera que la estaba observando, aunque sí la estaba observando. Los ruidos de mis tenis sobre las piedrecillas me delataron, y tan pronto me percibió detrás de ella, comenzó a vestirse. Intenté no ser tan obvia, así que solo seguí caminando, me arrodillé a su lado y comencé lavarme la cara.

            —Deberías bañarte y secar esa ropa.

            —¿Ahora? —respondí tímidamente.

            —¿No eras tú la que quería ir a la playa a media noche? ¿Ves ese camino? —apuntó con su mano— Para allá queda la playa. Me adelantaré.

            —¿Me dejarás aquí sola?

            —No hemos comido casi en dos días, y por alguna extraña razón no hay peces en este lago. Tengo hambre. Si tenemos suerte, la marea habrá traído algo del equipaje del avión.

            —No puedes saber eso —giré la mirada y comencé a desatarme las agujetas de los tenis lentamente—, igual y todo se quemó.

            —Si todo se hubiera quemado, no estaríamos aquí las dos —insistió con un tono condescendiente y tomó mi pie derecho sin siquiera pedirme permiso.

            Pasó sus suaves manos desde el tobillo hasta la rodilla, y me fue imposible no sentir unos escalofríos que me ruborizaron ávidamente. Sentía sus dedos en mi rodilla como si pidiera permiso involuntario, yo quería, muy en el fondo, que no se detuviera.

            —Se ve mucho mejor que ayer. ¿Duele? —dio un apretón y negué con la cabeza— Bien. Iré a la playa. Solo no te pierdas.

            La mujer de traje se puso de pie y caminó con dirección a donde me había señalado, en cuestión de segundos se había perdido entre un par de ramas. Los escalofríos regresaron tan pronto me encontré sola, me quité rápidamente la ropa, acomodándola sobre un par de piedras para que se secara, y me metí en el lago friolento. Toda la sal que me quedaba parecía descomponerse entre el agua dulce, se sentí como pequeños grumitos en una sesión se spa; recordé mi sueño y lamí lo que alcancé de mi hombro, era salado, como en mi sueño, pero sin el dulzor del cerezo.

            Cerré mis ojos y dejé que el ruido de la selva paradisiaca me arrullara, quería olvidarme de todo, quería engañarme y creer que nada había pasado. Deslicé mis manos por mi vientre y fui quitando el resto de arena que se había escondido entre mis muslos, y las dejé allí, tarareando, jugueteando. Sin darme cuenta, sentía que la veía allí, mirándome a escondidas, si decir nada, parada y con su traje azul; pero se hacía tarde, y aunque quería quedarme allí para siempre, e imaginar para dejar de lado la realidad, tenía que llegar a la playa. Quité las manos de la entrepierna, cerré los ojos y me sumergí tanto como pude, necesitaba enfriar mi cabeza, mis pensamientos, necesitaba dejar de fantasear.

            De forma inesperada, escuché una risa que me hizo abrir los ojos bajo el agua; la imagen de mi rostro, llenos de cortes largos y curveados, con un par de agujeros negros, en dónde habían estado mis ojos, y una sonrisa de dientes rotos, destelló como un flash lo suficientemente fuerte para empujarme y sacarme en segundos del agua. Grité afónicamente y comencé a temblar, me arrastré por el suelo y entre un montón de lodo, vomité. ¿Cuánto tiempo estuve allí vomitando hasta encontrarme vestida y corriendo con dirección a la playa? No lo sé, fue tan rápido, tan rápido que me mareé y comencé a sentir el vómito de nuevo en mi garganta.

            Cuando finalmente topé con la playa, la mujer de traje se encontraba parada, mirando hacia el mar; parecía en trance, inmóvil. Me paré a su lado y vi cómo una lágrima corría por su mejilla, como sus ojos parpadeaban rápidamente y cómo sus manos se armaban en un par de puños. Levanté la mirada, frente a las dos, al menos una docena de cuerpos purulentos y desmembrados. Vomité de nuevo.

            —Me llamo Victoria —escuché mientras me agarraba de un par de palmas e intentaba no arruinar mis tenis.