Metamorfosis

Construyendo Nuevos Caminos

Mis pupilas se contraen, se cierran. Mis ojos se vuelven muy pequeños, diminutos; sin embargo, mis gestes se marcan notoriamente entre las dobladuras de mi piel. Miro a Nina intentando buscar alguna respuesta en su ceño fruncido, pero es obvio que tampoco comprende lo que sucede. Me estiro hasta alcanzar con mi mano el vidrio frontal; paso la mano para quietar el vapor que ha empañado el cristal, con la única intención de tener una mejor cobertura. Solo se ven luces naranjas, luces que brillan y deslumbran, que se mezclan con tonos rojizos y alguno que otro tono azul, que desde el fondo intenta mantenerse en la orquesta de colores.

            Una sombra grande y oscura rompe las cortinillas de lluvia y llama al vidrio del lado del conductor con unos golpecitos en el vidrio. Nina baja el cristal, que ha quedado ligeramente salpicado, pero casi seco, si aquel enorme hombre no estuviera cargando con un paraguas. Ambas lo miramos, él se agacha y muestra una sonrisa de esas que te hacen sentir en calma al instante. Me mira a mí, yo le sonrío y el baja la mirada para dirigirse a Nina.

            —Señoritas, muy buena noche; pero me temo que el camino por donde pensaban cruzar está obstruido por enorme árbol.

            —¿Se cayó? —le preguntó, pues pareciera imposible que un árbol tan grande y robusto como ese pudiera moverse un centímetro de su lugar.

            —Pues lo imposible sucedió esta noche, señorita. Al parecer el árbol estaba seco por dentro; quizá alguna plaga se lo comió estos últimos años.

            —Es que no entiende —le digo con un tono de urgencia que hasta Nina lo percibe—, este es el único camino para entrar a la carretera que me lleva a mi casa, si quisiera tomar otro, sería la entrada que está por la desviación, y eso es como a una hora.

            —Lo siento —se apresura a responder—, aunque si quiera un consejo, yo le aconsejo que no maneje vías tan largas el día de hoy, esta agua es peligrosa. Ya sabe, siempre habrá alguien que no respete los límites de velocidad, y los accidentes por más que uno los evite…

            —¿Qué hacemos? —me pregunta Nina. Me quedo pensativa por unos segundos, pero luego recuerdo que traigo suficiente dinero como para quedarme en un hotel y pasar la noche.

            —Le llamo a mis padres para decirles que hoy no llego.

            —Gracias, oficial —le dice al hombre del paraguas, que solo sonríe y se retira—, bueno, entonces que así sea.

            Nina volantea y pone en marcha el automóvil; me mira de reojo y me sonríe. Percibo su mirada pícara y juguetona, pero no digo nada. Llamo a mis padres para contarles lo sucedido, ninguno de los dos parece de acuerdo en que no llegue a casa, pero tampoco en que me arriesgue a salir una hora en carretera abierta mientras una tromba se desborda desde el cielo.

            ­—¡Espera! Da vuelta en la siguiente cuadra —le digo mientras alejo el celular de mi boca y lo cubro con la mano—. ¡Era en esta! —le exijo cuando noto que se ha pasado mis indicaciones. Mi padre, aún en la línea, exclama sobre mis gritos—: no, a ti no papá. No te preocupes, te llamo cuando llegue al hotel —¿Disculpa? Pensé que me habías escuchado, de hecho, juraría que lo habías hecho.

            —Sí, te escuché.

            —¿Y?

            —Y…  después de lo que te he hecho pasar esta noche, creo que es justo que te ofrezca mi casa. Hay una habitación extra y no aceptaré un no como respuesta.

            —No, mi respuesta es no. Si no más, no recuerdo, allí hubo algo feo entre tú y yo. No quiero rememorar algo que posiblemente fue una etapa que mi cerebro suprimió por algo.

            —No va a pasar nada, además, ya no hay tiempo para retornar.

 

El silencio es interrumpido por miles de gotas de agua chocando con otras miles de cosas. Miro a través de la ventana, pero lo único allí es una fría sombra empañada. Me rindo. Comienzo a deambular por la sala hasta que me doy cuenta de que ya estoy en la cocina. Miro los pequeños y coloridos imanes pegados al refrigerador: hay unas letras de plástico formando el nombre de NINA. Yo formé el nombre de NINA la última vez que me levanté en esta casa. Yo los puse en ese orden, pero con la A invertida, y Nina me aventó un pedacito de pan para que la pusiera en su lugar.

            ¿Por qué pensé eso? ¿Cuándo estuve aquí? ¿Cuándo hice eso? Comienzo a pensar que Nina me está ocultando algo. Quizá estoy delirando, porque recuerdo odiar a las personas que escribían sus nombres con letras de imanes. Retrocedo y camino hacia donde está una fila de copas bien ordenadas, pero allí entre la cuarta y la quinta, solo hay un espacio vacío. ¿Nina la habrá usado o roto? Porque yo me corté una vez al tomar una copa y apretarla demasiado; mamá dijo que estaba defectuosa y que no había sido mi culpa, pero aquella culpa tardó en sanar tres semanas. Quizá también rompí esta y no me acuerdo.

            —¿Milla?

            —Lo siento, yo solo estaba…

            —Ya está tu habitación lista, me tardé un poco cambiando las sábanas y buscando algo de ropa para que duermas cómoda.

            —Sabes que no tenías que hacer esto.

            —Te lo debo.

            —¿Por crees que me debes algo? Hasta pareciera que con ese tono en que me lo dices es realmente cierto.

            —Por lo de hoy, recuerdas.

            —¿Solo por lo de hoy? —le digo mirándola a los ojos.

            —¿A qué te refieres? —me dice con la misma mirada.

            —Nada, nada. A veces solo me pierdo en mis charcos de pensamientos.

            —Ven, es por acá.

            La sigo por detrás. Ninguna dice nada. Las gotas hablan por sí solas, allá afuera, allá en el exilio. Me deja en la habitación, se despide de beso. Un beso que dura tres segundos, demasiado para lo que estoy acostumbrada. Cálido, suave, terso. Rápido, fugaz, frío. De pronto esto sola, sentada y esperando a que la lluvia de dé el son y la fuerza para cambiarme. De pronto estoy desnuda, y el frío me cala tan profundamente que mis vellos se erizan, excepto los que no se erizan con nada.

            Espero a que el son de la lluvia me dé la entrada para proseguir y ponerme la ropa; pero no lo hago. Me imagino a todas esas gotas frotándose contra mi piel, contra mis suaves y delicados pliegues.  Luego allí contra luz, el brillo de la luna haciéndose amante mi cuerpo. Siento que estoy perdiendo la cordura, como si mi mente se partiera en dos y, también mi cuerpo. Como cuando se separa la parte buena de la mala; la activa de la pasiva; la malvada de la sumisa; pero siempre es así, siempre nos formamos por dos y somos dos, dentro y fuera somos dos.

            Los escalofríos me hacen meterme en la cama, así, sin más, sin ropa, sin pudor, sin algo, sin nada. La almohada rápidamente se vuelve tibia, tan rápido que tengo que darle vuelta a los pocos minutos. El calor comienza a atraparse debajo de las cobijas, primero un pie, luego un brazo; luego mis pechos al descubierto. Mis pezones fríos, sin siquiera tener que tocarlos. Me pongo ambas manos sobre ellos, porque intento calentarlos, pero solo me dan más escalofríos. Los aprieto entre mis dedos, con la esperanza de no sentir ese terrible punzón sobre cada punta.

            Me doy media vuelta y cierro los ojos. El susurro de las miles de voces que escuché en el día se convierte en un remolino de altos y bajos, de agudos y graves, de todo de todo. Hay ruido en mi mente, ha vida en mis adentros; como el palpitar de mi corazón, bombeando sangre por todos lados; vagando por mis venas, de mis pies a mi cabeza, de mis dedos a mi nariz, de mis ojos a mi vientre, de mi boca a mi clítoris. Allí, esa pequeña parte, que se sume entre mis piernas y explota con la suavidad de unos cuantos roces; que se hincha cuando juegan con él, ¿o ella? ¿el Clítoris o la clítoris? ¿Por qué un prefijo masculino interpuesto en un producto femenino?

            El calor crece. Me quito todas las cobijas. Fuera de ellas hace frío, entonces soy yo la que provoca aquel calor interminable que se siente debajo de miel, mientras que el frío me abraza desde fuera y entra queriéndose quedar. Una confusión de dos mundos queriéndose alimentar del mismo cuerpo… un cuerpo que solo busca estabilidad; quedarse en un punto donde se sienta bien con ambos o ninguno. Me comienzan a titiritar los dientes, dándome cuenta que el frío comienza a vencer. Mi piel erizada  invitándome a la tentación. Mis manos sedientas a esculpir mis curvas, a recorrer mis carreteras. Minas queriendo explotar y cuevas deseando ser descubiertas, pues en sus adentros encierran el tesoro más grande y deseado por el que gobierna las manos.

            Así mis manos se deslizan sobre mi vientre, disimulando el inicio de lo que podría ser una escena encantadora. No se mueven, solo están allí, palpando sin moverse, sin vivir, sin excitarse; aunque la intención sea otra. Mirando el techo, sintiendo palpitar aquello otro que palpita tanto como mi corazón. Allá, apachurrado entre tanta sangre, gimiendo sin ayuda de mis cuerdas bocales, ahogándose con el vapor sudoroso de mis adentros.

            Bajo una de mis manos a mi pubis, frío por fuera, pero caliente por dentro. Subo la otra mano hasta mi cuello como si quisiera asfixiarlo. Todo es tan suave y delicado que hasta me da miedo hacerme daño, porque por alguna razón, mi fuerza se desproporciona cuando se excitan mis articulaciones. La mano baja del cuello a mi abdomen igual de suave. Todo está suave. Todo está suave. Todo está húmedo. Disfruto cada movimiento y respiración, cada lentitud de las manecillas retardada de aquel reloj. Siento que me he ido para no regresar.

            Y allí están mis manos, delineando casa espacio de mi cuerpo, cada frágil y misterioso lugar erógeno. Todo es magia, es la magia de mi cuerpo. Sigo deslizando las manos sobre mi cuerpo, lenta y rápidamente, cuando de pronto siento una textura diferente cuando acaricio una de mis mejillas. Aquella suave piel se vuelve áspera y roñosa, como si acariciara las cerdas de mi cepillo de dientes. Mi otra mano sobre mi vientre sube y roza mi abdomen, lo suficiente como para sentir múltiples vellos esparcidos. Toco mi cara, de mandíbula robusta,  mis brazos, de grandes músculos, y allí abajo, un volcán en su punto.

            Me levanto de un salto. Me acaricio la cara y percibo nuevamente su suavidad cotidiana. Un agobiado y profundo suspiro se me escapa. Me tranquiliza pensar que solo fue un sueño. Ya no sé qué soñé o que hice despierta. Es aterrador cuando la realidad y la fantasía se transforman la una en la otra. Me miro completa, al menos sí estoy desnuda. Hace frío, pero solo lo suficiente para erizar mi piel y levantar algunos vellos. La lluvia sigue palpitando, o quizá es mi corazón amenazador y exigente. Sé que pide que prosiga con lo estaba soñando, o con lo que estaba pensando hacer antes de comenzar a soñar. O quizá sigo soñando, y debo seguir la corriente de lo que sea que se trate.

            Sé que lo pienso mucho, porque tan pronto como lo imagino se me pasa. Mis labios están resecos, y lo único que se me ocurre es levantarme a tomar algún vaso de agua. Me levanto prácticamente en automático, ni siquiera pienso en ponerme la ropa, solo así, sin nada. Entro en la cocina, con el pequeño rayo de luz que entra de una ventana, alcanzo a ver NINA sobre el refrigerador; lo abro y saco una pequeña botella de agua. Cierro la puerta, y en lugar de ver a alguien como en todas aquellas películas de miedo, solo hay más oscuridad. Bebo lo suficiente para aplacar mi sed y termino caminando de regreso a mi habitación, sin embargo, antes de tomar el camino a mi habitación, mi cabeza se queda fija en la dirección de la habitación de Nina.

            Jamás he ido a su habitación, pero sé hacia dónde queda. Sé el camino que tendría que tomar si quisiera ir hacia ella, si quisiera mirarla mientras duerme. ¿Suena enfermo o más aún la idea de masturbarme estando tan cerca de ella? No sé cómo suena o qué es lo correcto, pero solo sé que me estoy encaminando hacia el camino de Nina. No me preocupo por dar pasos sigilosos para evitar el ruido, pues de alguna manera la lluvia se ha vuelto mi mejor aliado. Sigo caminando sin preocupación. La puerta está entre abierta, y sé que hará ruido cuando la empuje, no sé por qué lo sé, pero lo sé. La empujo. Rechina. Entro sin pensarlo dos veces. Allí la veo, en la cama, como una silueta preservada en una inmortal pintura.

            Doy más pasos. Miro entre la oscuridad y algún haz de luz, pero sigo el camino que más frente a mis ojos, se dibuja entre mis sentidos. Y allí la veo, dejando un gran espacio del lado derecho de la cama, como si alguien ocupara el otro espacio. ¿Será el de su novio muerto? ¿Le sigue guardando el lugar como luto? Dejo de mirar el espacio vacío, porque le que me importa es el que no lo está. Ella apenas se mueve, pareciera vivir en un dulce sueño, y yo quien irrumpiría tan solo con respirarle de cerca.

            Respirar de cerca, lo hago, pero muy de puntitas, con el miedo de caerle encima. Su suave aroma, tan familiar. Se mueve de pronto y se cambiar de lado, quedando hacia el exterior de la cama. Una de sus piernas y parte de su muslo quedan expuestos a la intemperie. Su piel morena reflejando la luz de luna. Su muslo completo, presuroso a la llamada, llamándome. Me siento tan cómoda en ese lugar, tan natural y completamente habitada por una sensación de calidez. ¿Qué me ha hecho? ¿Qué me ha hecho Nina para perderme entre mi propia mente?

            Me recargo lentamente en la cama, y aquel lado vacío comienza a ocuparse por mí. Prosigo calmadamente con unos de mis pies, luego mi otro brazo y así hasta que termino por completo a su lado. Ella a penas se queja, pero no despierta. Me recuesto a su lado. Siento mi cuerpo tembloroso, pero me cuesta discernir entre los nervios y el frío. Siento tantas cosas, y a la vez no siento mi cuerpo. Todas las partes de mi cuerpo que se pegan con otras… todas esas partes lloran en frío, como todas aquellas mañanas de ejercicio al aire libre. Estoy tan cerca, y ni siquiera sé por qué lo hago.

            Me junto más hacia ella. Siento mi respiración rebotar con su nuca y regresando a mí. El olor de las sábanas envolviendo cada parte de su cuerpo. Casi puedo escuchar su respiración, si no fuera por la lluvia de fondo. Si no fuera por mi respiración agitada. Si no fuera por mi corazón palpitando. Si no fuera por mi clítoris gritando. Por mi cuerpo sudoroso. Por mi aliento sediento. Por mis recuerdos insaciables. Por mi cuerpo diminuto. Allí, donde los sueños se rompen, donde mi piel tiene vello, donde mis músculos son dos veces más grandes, donde mi voz es gruesa, donde mi quijada rompería sus labios, donde mi venus se volvería júpiter, allí, allí también puedo sentirlo. Allí donde mi mente retorcida comienza a enloquecerme, con todos esos pensamientos que no sé de dónde vienen, con todos esos sentidos activados. La deseo, de un momento a otro la deseo.

            Paso un brazo sobre ella. La abrazo. La empujo hacia mí y meto mi mentón entre su nuca. Ella se mueve bruscamente y se gira hacia mí. Me empuja. Se aleja. Quiere salir de la cama, pero su mirada se penetra con la mía. Como si me violara. Como si de verdad me penetrara. Sus ojos. Mis ojos. Nuestros ojos. Un verde hermoso y un azul celeste. Como una pradera y un cielo. Como un mar y miles de algas flotando. Me mira y no se mueve. Desvía la mirada hacia abajo, porque sé que es imposible no mirarme desnuda, no en aquellas condiciones.

            Me mira con tanta ternura, porque la alarma se le esfumó en cuanto se dio cuenta que era yo. Pero solo me mira, me mira y me sigue mirando. Se clava en mis ojos.

            Se clava en mí.

            Es como hacer el amor.

            Pero ella no tiene que tocarme, solo nos basta con las miradas.

            Yo también le estoy haciendo el amor.

            Qué excitación.