Metamorfosis

Las Dos Morenas

Cuando Nina cumplió quince años, sus padres insistieron en enviarla a un colegio privado, pues creían que se estaba descarrilando del buen camino. Siempre había sido una niña muy bien portada, de buenos principios, pero atravesaba una etapa rebeldía y promiscuidad, o al menos eso era lo que creían sus padres, principalmente su padre. Cuando llegó el día de hablar con Nina sobre su nueva escuela, ella pidió a súplicas que no lo hicieran. Ella pedía una segunda oportunidad. Sus padres, después de pensarlo mucho decidieron acceder; y puesto que el mismo colegio impartía cursos de verano para “reformar señoritas”, se le puso a prueba.

            Nina estaba segura de que ese curso de verano solo sería basura, y que nada cambiaría lo que estaba sintiendo; ella quería sentirse libre de hacer lo que quisiera por el resto de su vida. Por ahora su único plan era ser más inteligente que sus padres, fingir una reformación y huir tan pronto tuviera dieciocho años. Era un simple plan. Sus padres se encargaron de llevarla al colegio, se despidieron de ella y le desearon la mejor de las suertes. A partir de ahora no la visitarían hasta dentro de un mes; si no había cambios, o Nina terminaba metiéndose en problemas, automáticamente estaría inscrita en ese colegio para siempre.

            Cuando Nina puso por primera vez un pie en el colegio, sintió como una abrumadora ráfaga conservadora la atacaba directo a la cara. No había absolutamente un solo hombre, y lo peor de todo, las mujeres llevaban un horrible uniforme gris de falda larga. Su mirada se horrorizó y pensó rápidamente en una operación de huida, pero si eso salía mal, terminaría atrapada en ese horrible lugar para siempre. Rápidamente una “especie de monja” llegó por ella y la llevó hasta su habitación. Allí compartiría lugar con una niña mucho más bajita que ella y apariencia de delincuente.

            Cómo era posible que sus padres se preocuparan tanto por ella cuando había niñas como con la que compartiría habitación. Nina ni siquiera se había hecho mechas de colores o puesto algún tatuaje de henna. Sus padres deberían de estar agradecidos de que un poco de rebeldía y dos o tres novios en menos de un mes fueran motivos suficientes. Su nueva compañera no tardó mucho en ponerle cara de pocos amigos, y aunque Nina se giró poniéndole cara de súplica a la monja, ésta solo la ignoró con un ceño fruncido.

            —En una hora en el comedor para la cena —dijo la monja y se marchó sin dar más indicaciones.

            —Muero por estar allí —masculló entre dientes Nina y miro a su compañera intentando crear algo de empatía, pero nada pasó.

 

Nina entró en el comedor junto con al menos otras 50 chicas, todas entre 12 y 17 años. Aquel iba a ser el mes más largo de su vida; sobre todo porque no podría usar ropa colorida. Para Nina todas parecían chicas inconformes y apagadas, como si las hubieran reprogramado para ser robots obedientes, o al menos casi todas, porque fue allí cuando la vio por primera vez. Aún no sabía quién era esa chica, tampoco su nombre o el porqué de su estancia en un lugar como aquel; pero ella era diferente, lo sabía con solo verla. Pronto por los cuchicheos de las otras chicas, terminaría enterándose que el nombre de aquella muchacha era Christina.

            ¿Por qué Christina era diferente?, bueno, primero que nada, estaba sonriendo, tenía una hermosa sonrisa; tenía un porte como de chica refinada, por lo que el uniforme le sentaba tan bien como a ninguna; sus ojos color miel parecían dos canicas de ámbar; rostro refinado; cabello negro; morena, pero había algo en su mirada, algo que cuando la de ella y la suya se cruzaron, fue casi como quedar embrujada. Christina le sonrío e hizo que Nina comenzara a temblar, ¿cómo podía causar aquella muchacha algo como eso en Nina? Eso nadie lo sabía.

            Nina intentó dar vuelta y regresar a su habitación, pero varias monjas la empujaron para que tomara asiento y escuchara lo que la directora general tenía que decir. No recuerda exactamente lo que la directora dijo durante aquella cena, pues su atención estaba en Christina. Cada que ella miraba hacia aquel lugar, Christina la estaba mirando. Nina disimulaba ignorando las miradas, pero cuánto más lo hacía, más terminaba mirándola. Aquello se volvió un juego de mirada. Unos ojos color miel luchando contra unos verdes opacos.

            Los siguientes días, durante las siguientes clases, Nina no puso absoluta atención a las monjas. Pues en todos lugares a donde iba y clases a las que asistía, allí estaba Christina. Pronto el juego de miradas había quedado atrás, ahora había sonrisas. Al principio Nina había evitado sonreír, pero rápidamente había terminado devolviéndole las sonrisas. Aquellas dos chicas parecían cómplices de un crimen que no habían cometido aún. Pronto aquel juego de miradas y sonrisas terminaría.

            A principios de la segunda semana, las monjas llevaron a todas las chicas a un taller llamado “Contacto con la flora”, donde se suponían plantarían árboles, flores y lo que quisieran. Aquel día fue su primer contacto con Christina. La clase había terminado y cada una de las chicas parecía un desastre andante, por lo que todas salieron casi huyendo con dirección a los baños. Nina casi se tropieza queriendo tomar la delantera antes de que los baños se llenaran, pero otras habían sido más veloces que ella y la habían dejado muy atrás.

            —No te preocupes, posiblemente entre todas se acaben el agua caliente —le dijo Christina a su espalda.

            —¿Disculpa? —contestó Nina sorprendida, aunque más nerviosa que nada.

            —Espera una media hora después de que todas salgan, así habrá de nuevo agua caliente. Hoy hará mucho frío —agregó Christina compartiendo una sonrisa.

            —Gracias —respondió Nina mientras Christina recogía una palas.

            —¿También esperaras la media hora? —preguntó Nina intentando hacer algo de plática.

            —Sería absurdo no seguir mis propios consejos. No llegues tarde —dijo Christina. Luego dejó las palas recargadas sobre una pared y se fue.

            Nina se emocionó tanto con aquella breve plática, que rápidamente corrió a su habitación, miró el reloj e hizo cuantas para hacer coincidir la media hora que Christina le había dicho; pero el cansancio terminó venciéndola, y cuando menos se lo esperó ya se había quedado dormida. Casi todas las luces estaban apagadas cuando ella despertó. Miró el reloj y se dio cuenta de que ya habían pasado casi dos horas desde la plática con Christina. Nadie la había despertado y se sorprendía de que ninguna monja la hubiera despertado para irse a bañar.

            Nina tomó sus cosas y se resignó a bañarse mientras todas dormían. Cuando llegó al baño estaba completamente vacío, prendió una sola luz y se metió sin perder tiempo; pues aún se moría de sueño, pero no pensaba irse a la cama a dormir entre todo ese polvo y sudor, o al menos no de manera consciente. El agua comenzó a caer, primero fría y luego caliente. Todo el polvo cayó sobre el azulejo convertido en una delgada capa de agua color café. Aquello era como tomar vida de nuevo.

            El ruido de una puerta hizo sobresaltar a Nina, quien rápidamente sacó la cabeza para asomarse, pues la primera cosa que pasó por su cabeza era que se tratase de alguna monja. No había nadie, ni siquiera una monja. Retomó de nuevo su posición y siguió enjabonándose. Cerró los ojos, pero de un momento a otro una voz le hizo dar un grito. Era Christina. Cuando Nina se giró por completo no puedo evitar cubrirse sus partes. Para su gran sorpresa, Christina estaba completamente desnuda. Frente a ella había una chica con un cuerpo muy bien formado para tener 15 años.

            —Te tardaste mucho —dijo Christina, se metió en el pequeño cubículo del baño y cerró la puerta que Nina no había cerrado por completo.

            —¿Llevas aquí desde hace dos horas?

            —No, me bañé. No sabía que los azares del destino, y un litro de agua, me despertarían para ir al baño a esta hora.

            Nina observó a Christina intentado no mirar hacia sus partes, pero sugirió con la mirada que no se creía esa historia.

            —La gente normalmente no va al baño desnuda.

            —No, pero me la he quitado en cuanto me di cuenta que estabas aquí.

            Nina vaciló sobre lo que salía de los labios de Christina. Luego se llenó de miedo.

            —No entiendo… —musitó Nina.

            Christina se acercó hasta Nina, quien no quitaba ninguna de las manos que ocultaban sus partes. Abrió aún más la regadera para que el chorro creciera, y luego tomó las manos de Nina; las extendió de lado a lado y le plantó un beso. Los dos cuerpos quedaron pegados casi al instante; pezones con pezones y pubis con pubis, pues casi compartían la misma estatura. Al principio Nina se resistió, pero tan de pronto como el gustó, sus músculos se destensaron y Christina le dejó bajar las manos.

            Las dos se abrazaron y comenzaron a besarse casi arrebatadamente, como si fueran un par de fieras salvajes. Aquello que experimentaba Nina era los más rebelde que jamás había hecho; la adrenalina de hacer algo incorrecto, y de hacer eso incorrecto con Christina hacía de aquel momento imborrable. Las cuatro manos viajaban entre los muslos y los pechos, pero fue Nina quien se atrevió a dar el siguiente paso y puso su mano en el pubis de Christina.

            —Méteme un dedo —le susurró Christina.

            —¿De verdad?

            Christina no respondió con palabras, y en lugar de eso metió su lengua en la boca de Nina. Una electrificante sensación corrió por el cuerpo de Nina. Se excitó tanto que no tardó en meter su dedo dentro de la vagina de Christina. Las dos comenzaron a gemir. Christina levantó su rodilla y la interpuso entre las piernas de Nina, dejando un espacio suficiente para meter su dedo. Ninguna de las dos sabía muy bien cómo hacerlo, por lo que varias veces estuvieron a punto de resbalar. Ninguna de las dos tuvo aquella noche un orgasmo, pero al regresar a sus habitaciones, las dos siguieron el juego masturbándose.

            Al otro día las miradas de complicidad se hicieron reales. Pronto Christina encontró un viejo ático y se robó las llaves del lugar solo para ir con Nina. Allí se besaban y se masturbaban mutuamente. Un día Christina llegó y le dio un regalo a Nina. Estaba envuelto en hojas de libreta. Se trataba de una zanahoria. Nina odiaba las verduras, por lo que rápidamente puso objeción al regalo de su amante, pero lo que no sabía, era que aquel vegetal no era para comerse. Pronto Nina entendería y se tumbaría sobre unas maletas para que Christina le introdujera el anaranjado vegetal dentro de su vagina.

            El juego proseguiría día tras días. Ambas robaban objetos, pedían verduras y frutas, y hasta creaban cosas con tal de tener algo para terminar el día con placer mutuo. Cada una aprendía de la otra. Pronto la dos sabían lo que casa una quería de la otra. Un día, casi al inicio de la cuarta y última semana Nina le susurró a Christina al oído: te amo. Christina le sonrió y respondió con un: creo que yo también te amo. Las dos sonrieron y se abrazaron hasta quedarse dormidas.

            A mitad de semana Nina casi se vuelve loca intentando encontrar a Christina. Nadie la había visto en todo el día; supuso que quizá estaría en su lugar secreto, y así era; pero lo que vería allí no sería nada agradable. Se suponía que la llave siempre la cargaba Christina, pero aquel día había encontrado la puerta entre abierta. Cuando entró vio a Christina en calzoncillos y con una navaja en mano. Allí, entre sus entrepiernas, había de tres a cuatro heridas provocada por aquella arma blanca. Christina estaba llorando y no había nada que parece aquello.

            —¡Por Dios, Christina! ¿Estás locas o qué? —le dijo sin perder tiempo en quitarle la navaja de la mano. Luego notó que aquellas heridas estaban acompañadas por unas marcas de igual forma. Tenía ligeras cicatrices que no sabía cómo no las había notado antes—, ¿por qué te hiciste esto? ¡Contéstame Christina! —le exigió.

            —Porque no me quiere y nunca me querrá —le respondió.

            —¿Tu papá? —le preguntó.

            —No. No lo entenderías.

            —Si no me lo cuentas no lo haré.

            —¿Quieres sentir lo que siento? —le preguntó Christina enmarcando una sonrisa entre las lágrimas que escurrían de sus ojos.

            —¿De qué hablas?

            Christina se acomodó y jaló una pierna de Nina; le arrebató la navaja y la puso entre las piernas de su joven amante.

            —¡Para! ¿Qué haces? —le preguntó dando un salto hacia atrás para escapar de Christina.

            —Si me quieres, necesitas saber lo que siento cada vez que estoy sola.

            —Christina, tú no estás sola. Me tienes a mí, yo te amo. ¿Recuerdas? Te lo dije y tu dijiste que también lo hacías.

            —Yo no puedo amar. Y nadie puede amarme. ¡Vete! ¡No quiero verte! —le gritó.

            Nina intentó tranquilizarla, pero tan pronto cuando Christina la amenazó con la navaja, tuvo que salir huyendo. Nadie se enteró de lo que había pasado aquel día, de alguna u otra forma Christina lo había sabido disimular, y ninguna monja sabía de sus cortadas. El resto de aquella última semana ninguna de las dos se habló, miró o intercambió algún mensaje. Nina estaba preocupada por Christina, pero no había nada que pudiese hacer si ella no se lo permitía. Así que cuando llegó el último día, y después de haberse portado bien para evitar la descubrieran con Christina, la directora le dio su pase de aprobante.

            Hubo una ceremonia bastante sencilla. Aquel día pudieron utilizar algo diferente al traje gris. Un traje blanco. No era la gran cosa, pero Nina había terminado enamorándose de ese color sobre su piel. Cuando vio a Christina vestida de blanco, casi se le salía el corazón. Solo quería correr hacia ella y besarla. Gritar que lo habían logrado y que a partir de entonces estarían juntas para siempre. Aquello parece haberlo pensado solo Nina, porque Christina la ignoró por completo.

            Poco a poco los coches de familiares comenzaron a llegar para recoger a las chicas recién graduadas. Mientras llegaban los padres de Nina, la desesperación de no poder aclarar las cosas con Christina la estaba matando. Así que cuando la vio subiendo a una limosina corrió hacia ella; la tomó del brazo y la enfrentó.

            —Christina… Te amo, te amor tanto como nunca he amado en mi vida. Podemos salir de esta. Yo cuidaré de ti. Jamás tendrás que volverte a hacer daño. Dime que esto tan solo fue el principio y que te seguiré viendo. Por favor, dímelo.

            Christina bajó de la lisina y le hizo una señal al chofer. Quitó la mano de Nina de su brazo y le acomodó el traje desalineado por la confrontación.

            —¿Cómo te lo explico, Nina?

            —Solo di que me amas —le respondió Nina.

            —Nina… no te amo, nunca lo hice. Si lo dije fue solo por el placer de tener tus manos dentro de mí. Solo fue sexo. Eras la única chica guapa del lugar, no iba a pasar un mes sembrando maíz cuando podía hacerte el amor con él.

            —¿Hacerme el amor o tener sexo? Aclara tus ideas —le exigió Nina.

            —Me es indiferente. Olvídalo, y gracias por el buen acompañamiento, por el buen sexo.

            —Christina, tú no estás bien. Lo que te hiciste en las piernas, necesitas ayuda. Si me estás diciendo esto para que no me arrastres con eso… no me importa. Sé que sientes algo por mí, no me mientas.

            —Te equivocas, Nina. A veces tengo mis malos momentos, por eso es que mi papá me mandó a este lugar; pero si de algo estoy segura, es de que no te amo. No te amo, no te amo y no te amo. ¿Lo comprendes? Crece, madura. Toma esto un obsequio de mi parte, el haberme conocido.

            Christina le dio un beso en la mejilla y se subió a su limosina. Luego arrancó y se perdió entre todos los otros autos. Nina se sentó en la banqueta y comenzó a llorar. Algo dentro de su pecho se había roto y asfixiaba su garganta. Jamás uno de sus novios le había hecho algo parecido. Odiaba a Christina. Odiaba a todas las lesbianas del mundo. Odiaba a todas las lesbianas llamadas Christinas; pero sobre todo, odiaba el amor.

            Cuando sus padres llegaron y la recogieron de esa manera, ella solo pudo decir lo mucho que los extrañaba. Que estaba arrepentida y que jamás los volvería a decepcionar. Que si la propuesta de su tío Martín de dejarle un lugar en la universidad de medicina, estaba en pie, lo tomaría en cuanto terminara la preparatoria. Que ya no tendría novios hasta encontrar al indicado. Fueron tantas promesas.

            Nunca volvería a confiar y amar a alguien, o al menos no hasta que conociera a un rubio y apuesto chico llamado Alan.